miércoles, 5 de enero de 2011

¡A lo que hemos llegao!


Hace años, recuerdo, cuando me acercaba por uno de esos pueblos pequeños tan bien reflejados en el cine, por ejemplo en “¡Bienvenido, Mister Marshall!”, lo primero que hacía era buscar un bar abierto para poder tomar un café, tarea nada fácil. Si tenía la suerte de encontrarlo, me acercaba hasta el mostrador de un local desierto y debía esperar uno o dos minutos hasta que por un hueco con cortinilla, que comunicaba bar con vivienda, apareciese la cabeza de alguna señora mayor con cara de sorpresa. En los pueblos pequeños sólo había costumbre de ir al “café” al anochecer, cuando se terminaban las labores del campo. El hecho de aparecer en el interior del local a las diez de la mañana de un día laborable producía estupor y desconfianza al dueño del establecimiento, salvo que el negocio se encontrase a pie de carretera. Era corriente que la gente de los pueblos fuera de natural desconfiada. Temían al recaudador de contribuciones; a ese nuevo médico que diagnosticaba por aproximación con sólo enseñarle la lengua; al párroco que después de la misa mataba dos pájaros de un tiro: tomar café con churros, pagando sólo el café, y leer sin prisa la prensa del Movimiento recién recibida por valijero; al viajante de comercio, que hablaba como un sacamuelas; a un señor de Madrid, de traje y sombrero, que pasaba unos días en casa de los padres de su chica de servicio a cuerpo de rey; etcétera. También recuerdo que en una de las paredes del “café” había un cartel que rezaba: “prohibido cantar, blasfemar y hablar de política”, y que cerca de la cafetera existía una radio de válvulas y ojo mágico. En el “café” se permitía fumar “ideales” y jugar al dominó. Nadie, ninguno de los clientes habituales se molestaba por el humo ni se planteaba el daño que el tabaco podía producir en su salud. La gente se moría cuando tocaba. Y cuando tocaba, en el velatorio del difunto las mujeres lloraban y rezaban alrededor de la cama del muerto como era la costumbre. Los hombres, en el cuarto de estar, alrededor de una mesa camilla, seguían echando humo y bebiendo alguna copa de anís del Mono. Y así toda la noche.

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