viernes, 25 de marzo de 2011

El otro cuadro de Pombo


Juana Martínez Gómez, que escribió “Escritores hispanoamericanos en la botillería de Pombo” jamás pudo imaginar que tras el retrato de José Gutiérrez Solana, “Sagrada cripta de Pombo”, existía otro sin terminar donde se representa un altar, un copón, un paño y un religioso sin cabeza, o con la cabeza mirando a los bajos del altar como si estuviese buscando un peine. Si ese descubrimiento de ahora, gracias a los rayos X, lo hubiese podido ver Ramón, además de ser motivo para que se desternillase de risa, seguro que habría dicho a sus contertulios de los sábados que tal siniestro clérigo estaba buscando un peine. Quizás ese peine de carey al que siempre le faltaban púas, que llevaban todos los viajantes de retales en el bolsillo superior de la chaqueta para usarlo en los lavabos de los vagones de tercera clase. ¿Qué otra cosa podría buscar el clérigo bajo el altar? ¿Alguna moneda destinada al cepillo de san Antonio que habría rodado fuera de la ranura? Nunca lo sabremos. Ciertamente, esa representación del religioso agachado produce sobresalto. La calle de Carretas, que fue una calle de librerías, de tiendas de aparatos ortopédicos y de meretrices devotas que se santiguaban con el aceite de la lamparilla de san Isidro, tuvo en su número 4 y hasta 1942 la hebdomadaria reunión donde Ramón se apelotonaba entre sus amigos para hablar de lo trascendente y de lo humano. En el cuadro tenebrista, iluminados por luz de gas y sobre una mesa, que hoy se conserva en el Museo Romántico, hay cafés, copas de licor y hasta una botella de ron Negrita. Aparecen retratados, como almas en pena, Tomás Borrás, Manuel Abril, José Bergamín, José Cabrero, Ramón, Mauricio Bacarisse, José Gutiérrez Solana, Pedro Emilio Coll y Salvador Bertolozzi. Decía Ramón: “En Pombo estamos quietos…y andando”. Al referirse a la tertulia de Pombo, escribió Alberto Hidalgo en su “Muertos, heridos y contusos…”: Los ‘pombianos’, antes que de otra cosa, hacen efecto de amigos burgueses. No tienen barriga ni fuman en pipa y yo no sé por qué. Algunos de ellos, según se me antoja, no saben ni por qué son ‘pombianos’. Yo creo que hay jóvenes que van sólo por curiosidad y para darse el lujo, tirándose hacia atrás, e hinchando el cuello, de decirles a sus amigos o a sus novias; ‘¡Yo soy amigo de Gómez de la Serna! ¡Yo voy a Pombo!’. Claro está que en cambio va gente de mucho valer y no menos prestigio”. (…) “Ramón Gómez de la Serna es como el jefe de este grupo. Se sienta un poco en el Café, hacia el centro de la mesa, con un arte papal. Conduce discusiones, apacigua acaloramientos, y chilla de cuando en cuando. Su misma cara redonda le da cierto aspecto de Sumo Pontífice. Así nos resulta un pontífice joven y con patillas. Ya muy avanzada la mañana, se marcha, rodeado por todos, y en la calle levanta la cabeza hacia el cielo, y saluda a la aurora con una mirada fraternal”. La noche siempre quedaba atrás, con esos murciélagos que “les pasaban de parte a parte como balas perdidas” y con aquellas ojeras ideales para sostener el lápiz, como hacían los empleados de ultramarinos. El alma de Ramón se quedó para siempre en alguna parte de aquel templo velado, detrás del cuadro. Lo dijo él: “somos lazarillos de nuestros sueños”.

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