martes, 22 de marzo de 2011

Freudianos anhelos ocultos


Recuerdo que durante mi niñez en los pueblos también ocurrían cosas. Pocas, pero ocurrían. En cierta ocasión aparecieron por aquel lugar varios coches negros y lustrosos y media docena de agentes de la Guardia Civil en un lento “land-rover” de aquellos de “atestados e informes”. En medio de la plaza, el alcalde, pintado de domingo y con la vara de mando en la mano, los concejales, que aquella lúcida tarde habían dejado a un lado las faenas agrícolas, el juez de paz, de semblante acartonado, el cura párroco con roquete y estola, unos traviesos monaguillos de blanco y rojo y un alguacil de lujo, al que le habían comprado un traje de panilla verde y una gorra de visera de fieltro y charol. Para mí que sólo faltaba el jefe de la Estación. En un momento dado, salieron de uno de aquellos “aigas” unos guardaespaldas como gorilas y el gobernador civil, un tal Pardo de Santayana, acompañado del entonces alcalde de Ateca, Fernando Molinero, vestido con chaquetilla blanca de procurador en Cortes. El motivo de aquella pomposa visita era la inauguración de una modesta fuente con cuatro grifos. Aquello se me antojó como lo más parecido al rodaje de una escena de “¡Bienvenido, Mister Marshall!”. Lástima que no estuvieran Lolita Sevilla, Manolo Morán y José Isbert por los alrededores. Ello viene a cuento con lo ocurrido ayer en Zaragoza. Hemos convertido la quinta capital española en un pueblón estepario. Se inauguraba el Museo Diocesano en la trasera del Palacio Episcopal y, también, el raspado del ladrillo de dos de las cuatro torres del Pilar. Al acto, además de las “fuerzas vivas”, se encontraba presente la infanta Cristina de Borbón. Hasta ahí todo correcto. Más tarde, ya de noche, la infanta y su séquito acudieron a bordo de un microbús hasta la mitad del Puente de Piedra para, desde ahí, poder accionar la infanta y el arzobispo mediante sendos mandos inalámbricos la puesta en marcha de la nueva iluminación de esas torres. Para tal menester, tuvieron la fatal ocurrencia de cortar el tráfico a vehículos y ciudadanos, lo que a todas luces, y nunca mejor dicho, parecía una demasía más propia de tiempos pasados. En consecuencia, muchos vecinos de la Margen Izquierda tuvieron que hacer un gran rodeo, por el Puente de Hierro o por el Puente de Santiago, para poder cruzar al otro lado del Ebro. Cuenta hoy la prensa local que muchos zaragozanos esperaron pacientes en las aceras de las calles aledañas desde antes de las tres de la tarde para poder ver y aplaudir a la hija menor del Jefe del Estado durante su breve recorrido pedestre. También, según glosaban hoy los periódicos, la basílica “fue iluminándose más a medida que se calentaban las luces mientras las autoridades bromeaban y posaban para la prensa”. Hombre, es evidente que en época electoral había que salir en las fotos. En este tipo de eventos, donde lo lúdico, lo religioso, lo político y la asistencia de algún miembro de la realeza se dan la mano es, también, donde más aflora la plebeyez. No acabo de entender, por ejemplo, el cierre total del Puente de Piedra para que un delegado del Gobierno, un alcalde con ínfulas de creerse la reencarnación de Luis II de Baviera, un arzobispo que ya piensa en cobrar 5 euros por entrar a un museo concebido con el dinero de todos, y una infanta que reside en los Estados Unidos se asombren, como si se estuviese proyectando “La guerra de las galaxias” en un cutre cine de verano, por el brillo de unas torres de iglesia iluminadas artificialmente. Tampoco acabo de razonar con acierto la necesidad de tener que utilizar un microbús para efectuar un recorrido de escasos cien metros ni el consecuente corte de tránsito ya comentado. Ante tal atropello ciudadano, le diría a los políticos locales y a esos clérigos que están en todas las salsas que se dejen de bromas, de pretender disfrazar la capital aragonesa en un pueblo andaluz y de descubrir sus freudianos anhelos ocultos. Ni Zaragoza es Villar del Río ni los vecinos esperamos la llegada del Plan Marshall.

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