domingo, 26 de junio de 2011

Rousseau y el parto con fórceps español


La propuesta de la candidatura de Unitat Popular de llevar al pleno del Ayuntamiento de Gerona una moción de declarar persona “non grata” al príncipe de Asturias y de que se le retire el título de presidente honorífico de la Fundación Príncipe de Gerona causa un cierto asombro. Se puede ser o no monárquico, que para gustos se hicieron los colores. Pero si la Constitución no se modifica, y el Gobierno no está por la labor de promover un referéndum sobre la forma de Estado que prefieren los españoles del siglo XXI, Felipe de Borbón será el próximo rey de España. Pero España, a mi entender, debe ser lo que quieran los españoles. Si la soberanía reside en el pueblo, como reza la Constitución Española de 1978, no debemos olvidar lo que ya dejó claro Rousseau en 1762: “cada ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a crear la autoridad y a formar parte de ella, en cuanto mediante su propia voluntad dio origen a ésta, y por otro lado es súbdito de esa misma autoridad, en cuanto se obliga a obedecerla”. Pero tampoco hay que borrar de la memoria que en nombre de la voluntad "general" o pueblo, se asesinó y destruyó indiscriminadamente durante la Revolución Francesa y se generaron actitudes irresponsables y el atropello a los derechos de las minorías. Guardando las distancias necesarias, no hay que dejar entre renglones que la última Constitución Española, la de 1978, se engendró en las dos Cámaras por consenso, ni dejar en el tintero que la palabra “consenso”, tan traída y llevada en boca de los políticos desde su concepción hasta su “parto con fórceps”, no fue cosa distinta a una manera eufemística de solapar el término “miedo”, que era lo que había. Recuerdo que la derechona de la caverna, la inmovilista, la nostálgica de Franco, ya había apodado a Juan Carlos I como Juan Carlos el Breve. Los españoles con edad de votar sabíamos que dentro de su articulado se incluía el Capítulo II (artículos 56 al 65) donde se dejaba bien entendido que la figura del rey es inviolable y que sus actos no están sujetos a responsabilidad alguna. Algo, lo segundo, que me parece absolutamente demencial y propio de un país bananero. Pese a ello, el texto presentado fue ratificado mayoritariamente un frío 6 de diciembre. El temor a la represión instalado en la ciudadanía durante los últimos cuarenta años y la alienación de una inmensa ciudadanía rural con una casi nula cultura política fueron dos bazas de peso en aquella partida de cartas con naipes marcados.

Como señalaba líneas arriba, en el nombre de la voluntad popular se atropellaron los derechos de las minorías durante la Revolución Francesa. Ahora sucede algo parecido. Los ciudadanos votan cada cuatro años a sus representantes en el Congreso y en el Senado. Durante las campañas electorales, los aspirantes estrechan manos, prometen puentes donde no existe río y piden el voto para unas listas cerradas en las que saben de antemano que la Ley D’Hondt apisonará a los partidos minoritarios, que esos votos “fracasados” por exiguos favorecerán a las mayorías, es decir, a aquellos que durante los siguientes cuatro años usarán la disciplina de su partido para sacar adelante, bien en solitario, o bien con el apoyo de otros partidos a cambio de concesiones en muchos casos vergonzosas, unas leyes que vencen, pero que casi nunca convencen. En suma, lo que sucede en España es variopinto, como la fauna marina. El movimiento 15-M, el de la “generación perdida”, tampoco sirve para cambiar actitudes en la clase política. Ni se modifica una obsoleta Constitución ni se crean puestos de trabajo ni se pregunta a los nuevos españoles, a todos aquellos que no votaron en el 68 por no tener edad o por no haber nacido, qué forma de Estado desean en el próximo futuro. En esta Oligarquía Parlamentaria, que ya va siendo hora de llamar a las cosas por su nombre, se ha instalado el inmovilismo de aquellos que anhelan que nada cambie, si es que les beneficia. La llamada socialdemocracia española, esa aparente izquierda, utiliza el “Falcon” para pasar un fin de semana en Sevilla, como recientemente hizo la ministra Rosa Aguilar, sin preguntar en el aeropuerto de llegada: “¿cuánto cuesta el viaje?”. Los componentes de la Mesa de las Cortes de Aragón, salvo Nieves Iberas, de CHA, no renuncian al coche oficial, según cuentan, “por no dejar al chófer sin empleo”. Y así todo. En un país donde al Jefe del Estado no se le puede exigir responsabilidades; donde los políticos se han instalado en la vida-muelle; donde cinco millones de parados importan menos que mantener las prebendas consolidadas de políticos y burócratas, como los tres sueldos de Cospedal; donde los ricos pagan menos impuestos que los pobres; donde un próximo viaje papal va a costar más de cincuenta millones de euros al Fisco, haciendo oídos sordos a Cáritas, que ya detecta en España serias situaciones de hambruna; donde se le sigue pagando con el dinero de todos un sueldo vitalicio, coche y escoltas a José María Aznar, pese a pasarse el día hablando mal de España; mientras todas estas cosas ocurran, digo, no estamos en situación de asombrarnos cada vez que desde la prensa extranjera se nos tome por el pito del sereno, o supongan que estamos gobernados por el director de la Banda del Empastre.

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