viernes, 23 de marzo de 2012

Gorrillas, gorrones y demás ralea


Están presentes en todos los solares sin vallar. Su misión consiste en señalar aparcamiento y cobrar la voluntad. Me recuerdan a aquellos maleteros, o “mozos del exterior”, así figuraba en su gorra de plato, que había en los andenes de las estaciones de ferrocarril para ayudar al viajero en el transporte de valijas desde la puerta del vagón hasta la toma de un taxi. También cobraban la voluntad, pero se la ganaban con creces. Desaparecieron el día que a alguien se le ocurrió poner ruedas a las maletas. Los gorrillas, en cualquiera de los casos, pertenecen a ese colectivo de viejos oficios que no necesitan de títulos académicos, que no pagan impuestos y que, de alguna manera, cumplen una función nada desdeñable. Los gorrillas de aparcamiento terminan por quedarse con la cara de todos los “clientes” y están al tanto del proceder de cada uno de ellos a la hora de soltar la mosca, con voluntad o sin ella, a cambio de una supuesta vigilancia que está por demostrar. Es un toma y daca sobrentendido. Pero, echando cuentas por encima, la suma de esas voluntades constituye para el gorrilla una pasta gansa nada despreciable a la hora de hacer arqueo. Recuerdo que en Sevilla, al menos hace años, los gorrillas que estaban detrás de la calle Imagen, en los alrededores de La Encarnación y en la Plaza del Salvador eran educados y corteses. Conocían al “cliente” por su nombre de pila y siempre le anteponían el don como signo de consideración. Tampoco era necesario que hubiese estacionamiento. Le dejabas el coche con la puerta del conductor abierta y en doble fila y el gorrilla lo aparcaban con un exquisito cuidado tan pronto como quedase un hueco disponible. Y si pasaban los guardias municipales, procuraban mirar para otro lado para dejar trabajar sin estrés. Los gorrillas de Zaragoza son diferentes en el trato. Suelen ser rumanos y generan menos confianza. Conviene darles la voluntad, en evitación de poder encontrarte con la sorpresa del coche abollado un par de horas más tarde por haber sido desatendida la vigilancia. España, donde ya se ha destripado hasta la caja fuerte del Cobrador del Frac, es un país donde unos ciudadanos van de gorrilla hasta en las plazas de toros, otros comen y beben de gorra siempre que se tercie, e innumerables desaprensivos políticos, mayormente afectos a nuestras Comunidades y Municipios, hasta tiran de “visa” de la forma más expeditiva en restaurantes de postín y bares de copas con cargo al maestro armero, o sea, el Estado. Son los gorrones que entienden que el dinero público no es de nadie, como ya parece que dejó claro Magdalena Álvarez siendo ministra de Fomento con Rodríguez Zapatero y que, para vergüenza de los ciudadanos que pagan sus impuestos, en 1979 accedió por oposición al Cuerpo de Inspectores de Finanzas del Estado. Finalmente están aquellos desvergonzados que se “justifican” de la forma más peregrina. Se cuenta que, en cierta ocasión, estaba Lerroux , más conocido como El Emperador del Paralelo, saboreando una botella de campán rosado en “El Molino” de Barcelona y alguien le preguntó: “¿Qué les diría a sus masas de votantes si le vieran ahora y en este lugar?”. Con el mayor aplomo respondió: “Pues que estoy probando la bebida de los obreros del futuro”.

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