domingo, 1 de julio de 2012

Extraterrestres en Monrepós



Era una de aquellas noches en la que saldría uno ganando si se quedara en la cama, pero tenía que hacer un viaje  de cierta urgencia desde Zaragoza hasta Sabiñánigo. Mi humilde “4 latas” tenía nervio y nunca me había dejado tirado en la cuneta. Aquella maldita noche el cierzo azotaba sin piedad. Lo más prudente era conducir despacio para evitar  que aquel viejo cacharro, al que yo llamaba  cariñosamente “balilla”, perdiese estabilidad por su poco peso. Hasta Huesca todo marchó perfectamente. En una gasolinera de la entrada reposté y aproveché para tomar un insípido sándwich que extraje de una máquina tragaperras. Continué la marcha. Las primeras nieves todavía no habían llegado al puerto de Monrepós. Puse la radio. Pasado el pantano de Arguís comenzaba la subida y el peor tramo de la carretera. El coche respondía. Desde la parte baja del puerto podía ver los focos de otros automóviles en su parte más alta. Se confundían con las estrellas. De pronto algo sucedió. Acababa de pinchar una rueda trasera. Paré, tomé la linterna, saqué el gato y la llave de tubo. Busqué casi a tientas una piedra que hiciera de cuña, coloqué el gato, aflojé las tuercas y saqué la rueda sin aire. Entonces fue cuando algo me llenó de espanto. Arriba, en el firmamento, veía algo raro. Parecían fuegos de artificio y bajaban hasta donde yo me encontraba pringado. Dejé todo y me metí en el coche. Tenía terror. Pensé que se trataría de un platillo volante que se acercaba para hacerme daño. Muy asustado me pasé al asiento trasero. Cada vez parecía estar más cerca. Me tapé con una vieja manta. No quería ver nada. Descubrí que ya no me acordaba de rezar un simple padrenuestro. Escuché un ruido de motor. Sonaba cada vez más cerca y al llegar junto donde yo me encontraba, se paró aquel motor. Tímidamente saqué la cabeza de la manta, miré por el cristal y no se veía nada. Estaba lleno de vaho. Era un viejo Renault-fúnebre con el tubo de escape roto. Se apearon sus dos ocupantes, empleados de “Pompas fúnebres Aurora”, que trasladaban el fiambre de un canónigo penitencial desde Bisecas hasta Medinaceli, y me ayudaron amablemente  a cambiar la rueda al “balilla”. Yo no atinaba a hablar. Lacónicamente les di las gracias por la ayuda prestada. Nos despedimos, no sin antes echar un trago de una petaca que sacó Fermín de un bolsillo de su chaqueta. El ayudante, al que le apestaba el aliento a ajo, se presentó como Eladio. Después continuamos rutas opuestas, veloces como gatos cimarrones.

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