martes, 26 de febrero de 2013

Cafés, bares y similares



Es un dato digno de ser analizado el hecho de que en Aragón, donde yo resido, existan más de 8.400 establecimientos explotados como bares, casas de comidas y cafeterías, es decir, un establecimiento por cada 160 habitantes. Digo más, hay pueblos casi muertos del todo, con apenas cuarenta vecinos,  sin servicio médico, sin farmacia, sin fuerzas de seguridad y sin escuelas por falta de niños, que disponen de taberna para tomar café o echar una partida de cartas. Bueno, también tienen iglesia parroquial, aunque servida por un cura que aparece los domingos montado en una vespa. En este país el bar es como el cuarto de estar de los españoles. Allí se charla, se cierran negocios, se juega a las tragaperras, se bebe un vino infame, se sale a la puerta a fumar, se vuelve a entrar, se toma otro vaso del mismo vino de pasto, se escudriñan los anuncios de trabajo en la prensa local, se orina si es menester, se permite observar al resto de clientes en silencio, e incluso se tolera que el camarero meta baza en las conversaciones entre parroquianos apoyados en la barra cuando existe algo de confianza. Hasta en las huelgas generales los bares permanecieron abiertos, para que los  sindicalistas liberados,  los piquetes en tregua contenida,  manifestantes con banderines republicanos plegados, viseras verdes de “John Deere” y pegatinas pegadas a la ropa por mor de la afición, y aquellos que la secundaban de forma pasiva, es decir, sentados plácidamente en un velador, pudieran refrescar el tragadero y glosar sus desacuerdos frente a las últimas medidas adoptadas por el Gobierno. En España se puede protestar por el “medicamentazo”, por la subida de la gasolina, por el alza en las tasas municipales, en los seguros de coche, en cotos de caza, o en el tabaco, por decir algo, pero a nadie se le ocurriría protestar por la subida en el precio de las consumiciones cuando se acude a un bar. Las listas de precios están tan lejos del cliente que resultan de difícil lectura. Son como la letra pequeña de los contratos. Sus tarifas se asumen sin rechistar, como se asume el latín en las ceremonias litúrgicas. Las cafeterías son otra cosa. Nacieron cuando fueron desapareciendo los viejos cafés. Éstos casi no quedan. Y a los pocos que se resisten a bajar la persiana, para instalar una caja de ahorros donde se pueda ofrecerse al ciudadano “un interés muy desinteresado”, acuden los clientes de sombrero, gabardina y periódico grapado dispuestos a matar la tarde. Se acomodan en un diván lejos de la puerta giratoria para evitar el frío que entra de la calle, untan churros en el café con leche y hacen tiempo hasta la hora del cine, o hasta la hora del tren. Hace poco estuve en Madrid y tomé algo en el “Café Comercial” de la Glorieta de Bilbao. Pensé que de un momento a otro iban a entrar Agustín de Foxá o Eugenio D’Ors. Entre sorbo y sorbo de café recordé que eso no era posible, que ya estaban muertos. Y me marche, San Bernardo abajo, un poco más abatido.

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