sábado, 16 de febrero de 2013

Don Melendo




Los padres querían bautizarle como Jerónimo, para más tarde llamarle Jeromín, como cuenta la historia que llamaban de pequeño a don Juan de Austria, pero el párroco se empeñó en que debían ponerle el nombre de Onésimo. Cuando los padres preguntaron la razón, el párroco, que después del bautizo estaba invitado junto a los padrinos a la chocolatada en el Café Continente, les hizo ver que nadie tenía la culpa de que la criatura hubiese nacido un 16 de febrero, que así lo había dispuesto Dios Nuestro Señor, que lo ve todo, que lo sabe todo y que delega en el párroco para administrar el santo bautismo, única manera de incorporarse al seno de la Iglesia. Los padres y los padrinos se encogieron de hombros y se hizo la voluntad del párroco, don Melendo, que tenía la virtud de administrar la confesión y roncar a un mismo tiempo. Los padrinos del niño eran los señores de Iturralde, don Senén y doña María Josefa, dueños de la mejor tienda de ultramarinos de la ciudad. La víspera, don Senén había llevado al Café Continente un surtido de entremeses y varias botellas de vino y de licor, para que fuesen añadidos a la fiesta profana. Al salir de la parroquia, el padre y la madre, que llevaba en brazos a Onésimo, montaron en un “Ford” negro y reluciente  alquilado con conductor el día anterior  para el traslado de la criatura hasta el baptisterio y, más tarde, hasta el Café Continente. Un nutrido grupo de chavales seguía al automóvil en su marcha lenta por el empedrado de las calles; y el padre, cada poco, abría la ventanilla de su lado y lanzaba monedas de poco valor y peladillas a la chiquillería. Don Senén y doña María Josefa seguían al coche a una cierta distancia a caballo de una moto “Lube”, que tenía habilitado el cambio de marchas a la derecha del depósito de gasolina. Doña María Josefa montaba de lado con las rodillas muy juntas y procurando que la falda no dejase ver a los curiosos sus apretados muslos. Doña María Josefa disfrutaba montando en aquella “Lube” de color aceituna. Siempre que lo hacía, más tarde, un poco antes del rosario, sentía la necesidad de confesarse con don Melendo para poder explicarle sus escrúpulos de conciencia. A doña María Josefa, las vibraciones del sillín de la moto le producían una delectación que lindaba con la concupiscencia. Pero don Melendo,  comprensivo con las flaquezas humanas, hacía un alto en sus ronquidos cuando dejaba de escuchar el runrún de la voz pecadora al otro lado de la reja y  lo arreglaba imponiendo como penitencia tres padrenuestros.

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