lunes, 18 de febrero de 2013

Fatalidad inevitable




A Frúctulo Faramiñás se le ocurrió decir una tarde en el casino: “Lo peor está por llegar” y los allí presentes tocaron madera. El boticario, que estaba situado enfrente y era su compañero de mesa en el juego de rabino, le miró por encima de sus gafas “amor” pero de inmediato hizo un cruce con las pupilas y éstas volvieron a situarse sobre su abanico de cartas. El cura, sentado a su derecha, tampoco dio  gran importancia a la frase de Frúctulo, que entendió como un impulso irrefrenable de hablar por no callar;  y el sargento de la Guardia Civil,  a su izquierda, frunció el entrecejo y echó mano a la pistola. Tuvo que ser el cura quien le aconsejara: “Quieto, tranquilo”, con un suave ademán. Frúctulo Faramiñás vivía de las rentas de sus fincas dedicadas al cultivo del aguacate. Era un gran aficionado a las emociones fuertes y para los vecinos del pueblo sus barruntos iban a misa. Una vez pronosticó que el sacristán era un cornudo lavativa y acertó. De hecho, su mujer terminó por abandonarle y lo dejó plantado y con el roquete puesto mientras éste ayudaba en un oficio de difuntos. Ella se marchó con la maleta a Barcelona en el subexpréss acompañada de un factor de noche que llevaba sólo seis meses destinado en la estación de F.C. Frúctulo había nacido un 18 de febrero en Guarnizo. Al bautizarle, el sacerdote se limitó a preguntar a los padres la fecha de nacimiento de la criatura y sin molestarse en pedir permiso a los padrinos le aplicó al recién nacido el santo del día. Los padres llevaban idea de haberle puesto Ireneo, pero no se atrevieron a enmendarle la plana a aquel clérigo que siempre parecía tener las ideas claras, que estaba en posesión de la medalla de Sufrimientos por la Patria y que  acostumbraba a hacer su voluntad desde que fuera secretario personal del obispo de Santander, monseñor José Eguino Trecu. Por el pueblo enseguida se corrió la voz de que lo peor estaba por llegar, pero no se sabía qué. Y durante los días siguientes, aunque resignados ante la fatalidad inevitable, todos permanecieron con el desasosiego arañándoles las entrañas.

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