domingo, 3 de marzo de 2013

Doña Sacra






En aquel pueblo casi no había diversiones. Durante los meses de invierno, las pocas muchachas que quedaban solteras se acercaban algunas tardes hasta la Parroquia para ensayos de coro, bajo la dirección de doña Sacramento del Altar, esposa del jefe de Estación. A doña Sacramento del Altar las muchachas le llamaban doña Sacra. Y doña Sacra, que hacía dos veces al año ejercicios espirituales en Loyola y escuchaba al padre Laburu aprovechando que viajaba gratis en tren, se afeitaba una vez por semana los vigorosos pelos que le crecían de los muslos, en la papada y en la zona del mostacho. Los pelos de las ingles y de los sobacos recibían otro tratamiento; o sea, se los teñía con camomila. Después de rasurarse con cuidado para no herirse en la piel, doña Sacra se aplicaba una loción de “Flöid, el genuino”, y más tarde se untaba con “gold-cream” y colorete para tener un aspecto saludable. Doña Sacra, que era cachonda además de virtuosa, siempre iba muy acicalada y relimpia. Disponía de una colección de modelos, ella decía que eran de París, que le había regalado don Ataúlfo, veterinario titular, tras quedarse viudo y conseguir el traslado a Fuentesaúco. “¿Pero existe en aquel páramo ganado mular, don Ataúlfo?”. “Si le digo la verdad no lo sé, doña Sacra, pero me han asegurado que se cosechan unos espléndidos garbanzos”. Mientras doña Sacra ensayaba “Vamos niños al sagrario, que Jesús llorando está…”, y accionaba con brazos y manos marcando el compás, sus pechos, que semejaban dos enormes tocinos de cielo, se estremecían bajo el vestido estampado con flores silvestres buscando afanosamente la salida por el escote. Don Fabián, el cura ecónomo, que hacía tiempo hasta la hora del acostumbrado rosario sentado en el confesionario, levantaba los ojos por encima de sus gafas y daba un par de saltitos sobre el asiento de madera antes de persignarse. A veces, cuando pasaba un tren de mercancías y silbaba cerca del paso a nivel sin barreras, resultaba necesario retomar la pía canción desde el principio. Doña Sacra, en ocasiones, mientras dirigía el coro, posaba su mirada sobre uno de los altares laterales, que lo presidía  la bella imagen de un san Tarsicio con cara de sarasa, como disecado y en minifalda. Una vez terminados los ensayos, los martes y jueves de cuatro a cinco de la tarde, las muchachas se iban de paseo por la carretera, pero doña Sacra aprovechaba para cumplir con el avío del sacramento de la penitencia. Se acercaba hasta una rejilla lateral del confesionario y postrada de rodillas daba comienzo con un “ave María Purísima”. Después le contaba a don Fabián todos los yerros cometidos de pensamiento, palabra, obra u omisión. Don Fabián, muy atento, escuchaba a doña Sacra mientras se sujetaba la cabeza en uno de los brazos que apoyaba en el sillón de madera. Tras la absolución de don Fabián y la firme promesa hecha por doña Sacra de rezar los tres “paternóster” prescritos como expiación, ésta se levantaba del reclinatorio para asomarse entre las cortinillas de la parte frontal del confesionario, a fin de poder interesarse por el delicado estado de salud del eclesiástico, que es una obra de misericordia. Entonces, don Fabián, que sabía distinguir como una raposa el brillo de cada mirada, esperaba en silencio a que doña Sacra le permitiera que le magrease los nerviosos pechos y le midiera el gusto por encima del escote. “Con eso no hacemos daño a nadie”. “Claro que no, doña Sacra, que se puede ser cachonda y cristiana a un mismo tiempo. Usted sabe consolar con mucha delicadeza al necesitado y eso le honra”. Después de haberle medido el gusto a doña Sacra, don Fabián marchaba hasta la sacristía y regresaba al poco rato con dos vasos colmados de mistela, que se los bebían de un par de sorbos apoyados  en el ara de san Tarsicio. La tarde caían mansamente y faltaba poco para que las primeras comadres llegasen dispuestas a rezar la retahíla de avemarías. En la calle el frío era intenso. Doña Sacra subía por la rampa conducente hasta la Estación entre una densa bruma, el timbre de un ciclista, los ladridos de un perro y el agudo silbido de la locomotora del tren correo de Valladolid, que tenía su rendibú.

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