sábado, 11 de mayo de 2013

Alindar la carrera




Me parece loable que las asociaciones de taxis madrileñas exijan a los conductores aseo y corrección en la vestimenta cuando estén de servicio. ¡Qué menos! Algunos hasta añoramos aquellos uniforme azulones con su correspondiente gorra de visera, que hoy sólo es posible  ver en las películas de finales de los 50, con Pepe Isbert o Manolo Morán como protagonistas. Más tarde llegaría El Fary a la televisión con aquel “Menudo es mi padre”, donde éste ejercía de taxista autónomo y que llegó a convertirse en el fan de “Torrente”, aquel policía maleducado conocido como “el brazo tonto de la ley”. Pues bien,  algo semejante deberían promover las diversas asociaciones de bares y restaurantes. Hay camareros que sirven barras y mesas con insolencia, como si hicieran la caridad de atendernos. Y algunos frescos, nada profesionales por cierto, hasta se permiten el tuteo. La vida cambia y las personas también. Se acabó para siempre ir de chaquetilla blanca y corbata al estilo de Lucio Blázquez, el actual dueño del antiguo Mesón Segoviano, en la Cava Baja madrileña. Hasta para servir unos huevos fritos con puntillas hay que echarle salero al oficio y tener ganas de agradar al cliente, que para eso paga. El aseo y la corrección se dan por entendidos cuando se trabaja de cara al público. Curiosamente a nadie le gusta ir de uniforme ni de balandrán, salvo a los prelados, los príncipes, los militares de cierta graduación, ciertos petimetres de salón y determinadas damas de capotillo de dos faldas, cuando se engalanan de solemnidad en determinadas ceremonias; a los toreros en tarde de faena; y a los chavales en su primera comunión, el día que sus padres confunden lo que significa recibir un sacramento con los entorchados de abrecoches de hotel y  el deseo irresistible de que sus hijos se disfracen de marinerito albo. De hecho nadie se casa vestido de cartero, de policía local o de jefe de estación. Son profesiones dignas, pero sus uniformes transmiten escaso lucimiento. Los repartidores de correspondencia ya no llevan gorrilla ni aquella tremenda cartera de piel de vaca colgada al hombro. Ahora, más ligeros de equipaje, arrastran un carrito como los de la compra en el súper; los policías locales portan un gorro ajedrezado y una prenda azul, amarilla en la parte superior, que recuerdan aquellas chaquetas que usaba en escena El Titi cuando cantaba “Libérate”; y a los jefes de estación ya no se les ve por los andenes con el banderín, el quepis rojo y el traje azul con botonadura dorada. Los trenes ya no silban cuando arrancan ni requieren la orden de salida con banderín plegado levantado y silbato. Salen a la hora marcada y una vez que el disco de enclavamiento se ha puesto verde. Pronto desaparecerán la montera, el solideo y la gorra de visera de la misma manera que ya lo hicieron el tricornio, la teja, el bonete y el gavión. Me parece correcta, como señalaba al principio, la medida adoptada por las asociaciones de taxis madrileñas. Entrar en un vehículo y que su interior no huela a chotuno hay que agradecerlo a tambor batiente.

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