domingo, 26 de mayo de 2013

La mangarriega




Estos días, el Cuerpo de Bomberos de Zaragoza celebra el sexquicentenario de su fundación. Con tal motivo, hoy domingo, 26 de mayo, se celebra una jornada de puertas abiertas a todos los ciudadanos en el Parque de Bomberos número 1, de la calle Valle de Broto. Sirva este modesto relato como homenaje a un grupo de hombres sacrificados que en demasiadas ocasiones arriesgaron sus propias vidas por salvar la vida de los demás.


     Baldomero Pitarque era un modesto funcionario municipal que vivía en el sexto piso del populoso barrio de Las Delicias, entre el “bar Pepín” y una tienda de electrodomésticos. Baldomero se sentía a plena satisfacción en aquel entorno urbano donde había más tiendas por metro cuadrado, y más bares, y más personas de parecido poder adquisitivo al suyo. Noviembre se le antojaba como un mes desesperante, con nieblas que no levantaban, con un cierzo capaz de hacer doblar los cadáveres y con más noche que día. A Baldomero le gustaba fumar en cachimba, leer novelas de Maigret, avivar el brasero de la mesa camilla y acostarse temprano. Odiaba la televisión desde que desaparecieron sus dos programas favoritos: “La clave” y “La mansión de los Plaf”.
             Aquella mañana entonó con fluidez “E lucevan le stelle”, al tiempo que unas lágrimas espesas le caían por las mejillas de la misma manera que nacen las libélulas,  con sufrimiento deseado.  Por la tarde, tras dar un paseo Baldomero regresó a casa, no sin antes haber tomado unos chatos de vino en La Champiñonera, servidos por Larry, amigo además de camarero. Después llamó a la puerta y salió a abrirle su mujer, Margarita, pícnica, pazguata y cariñosa. Cenaron lo de costumbre, sopa Juliana y tortilla de espárragos trigueros. En la calle se desplomaba la oscuridad y la niebla se densaba como el yeso.
            Margarita había colocado sobre el mármol de la mesa de cocina varias lamparillas, una por cada pariente fallecido y otra por algo que ella entendía que había sido un hijo malogrado, pero que, según versión de los galenos, no pasó de ser un coletazo menopáusico en forma de cuajarón sanguinolento.  Como cada noche, se acostaron temprano. Margarita inició unas interminables, lúdicas, surrealistas y estremecedoras oraciones, a partes iguales entre jaculatorias, rezos y suspiros.  Baldomero, mucho más pragmático, se dispuso a leer a Maigret. Ya estaba casi al final de “Maigret a pensión”, donde el inspector Lucas toma nota de la señorita Clément. Pero la tranquilidad quedó rota por algo que parecía insólito.
            Todo comenzó cuando unos raros ruidos llamaron la atención de Baldomero. Cesaron pronto. Éste se levantó y dio una vuelta por toda la casa. El  orden era perfecto. Volvió a acostarse. Al poco, cuando se enfrascaba en la lectura, notó como si alguien diese unos toques en el cristal de la ventana. Siguió leyendo sin inmutarse. Pero aquellos golpecitos continuaban y Baldomero comenzó a inquietarse. Mientras, Margarita, con tapones de silicona en sus oídos, permanecía ajena a lo que pudiera suceder. Movía los labios en sus rezos y producía unos leves silbidos lindantes en lo patológico. Baldomero se levantó y abrió la ventana.  Delante de su vista se presentaba una especie de aparición fatal.  Contuvo la respiración y se puso muy pálido sin poder contener una risita histérica. Allí estaba inmóvil un bombero sentado en un travesaño de su escalera y sujetando la mangarriega con expresión sosegada y los ojos como chiribitas. Baldomero, de un respingo, cerró la ventana y volvió a la cama. Se quedó pensativo. Dio un codazo a Margarita, que ahora miraba al techo como en trance mientras decía a grito pelado “Señor, ten piedad de mí”.
            --¡Ay, Baldo, ¿puede saberse qué te pasa?
            -- No lo sé. Oye, Marga, dímelo en serio, ¿tú crees en la resurrección de la carne?
            --¡Claro que sí! ¿Acaso lo pones en duda?
            A Baldomero le pareció que aquel hombre que acababa de ver en la ventana lucía uniforme militar y casco prusiano.  Pensó que   podría tratarse de la reencarnación de Francisco José. Echó a correr hasta el salón sin ponerse las zapatillas, buscó un microsurco, subió el tono y pinchó el “Vals del Emperador”, luego se sentó en la cama e imaginó un paisaje tirolés donde un coro de individuos sonrosados y gordos lanzaba gorgoritos. Brincó. Se armó de valor y volvió a abrir la ventana. Aquel hombre seguía sentado en un peldaño de la escalera. Baldomero aspaba los brazos como dirigiendo una imaginaria orquesta. Miraba al exterior y  sonreía, consciente de que en un instante de evaporaría tan rara aparición fantasmal. Margarita, que había vuelto la cabeza hacia el lado de la ventana, lanzó un espantoso alarido que dejó a Baldomero patidifuso. Ésta metió la cabeza bajo las sábanas y comenzó a rezar la “Recomendación del alma” con voz entrecortada y presa de un severo ataque de nervios.
            Baldomero volvió al salón, se sirvió medio vaso de “Ballantines”, regresó a la ventana y se lo tomó de un trago delante del aparecido, como inyectándose coraje en vena. La abrió de par en par, estrechó la mano al advenedizo y le invitó a entrar en su casa.
           --Majestad, aquí tenéis vos vuestra humilde mansión. Es para mi mujer y para mí un honor que su majestad serenísima transmigre su alma hasta Zaragoza y que encuentre la paz definitiva junto a Sissi. ¿Prefiere escuchar “Danubio Azul”?  También lo tengo. Espere...
           --Bueno, aunque me gusta más escuchar a Tonino Carotone. No hay nada mejor que lo italiano, su música, los coches, las pizzas, las mujeres… Sí, las mujeres también. ¿Ha visto “El gatopardo”? Yo cinco veces, y no me canso. ¡Qué valses, qué trajes, qué maravilla!     
Baldomero corrió hacia el salón, cambió la música, se sirvió otro güisqui y en el pasillo se dio cuenta de que el fantasma del Emperador había hablado. Camino de la cama se frenó en seco. Volvió a asomarse por la ventana. Aquel hombre seguía inmóvil.  Su mujer cantaba el “Pange lingua” con la cabeza bajo la sábana. Sacaba de vez en cuando una mano y hacía la señal de la cruz. Luego volvía a esconderla bajo las sábanas.
           Para entonces Baldomero se había calmado. Abrió las dos hojas de la ventana y descubrió que se trataba de un bombero. Le saludó y le invitó a entrar.
            --Vengo por lo del incendio.
            --No le comprendo… ¡Explíquese!
            Baldomero pensó en las lamparillas de la cocina, pero observó que no salía humo. Estaba hecho un lío.
            --Mejor será que miremos por toda la casa. ¡Qué raro!
            --Y que lo diga. Ya sabe que el mundo anda muy devorado.
            A Baldomero le temblaba ligeramente la voz. Desde la ventana podía contemplarse una larga escala móvil que llegaba justo hasta su piso. Se le ocurrió que sería una pesadilla de mal fario,  como cuando soñó que se le venía encima el alicatado  del baño y se pasó toda la noche sujetando la pared. El bombero permanecía en la ventana con las piernas hacia el abismo y liando un cigarro de “ideales” mientras sus ojos se habían clavado en una litografía de Botticelli. Encendió el canuto, guardó el “zippo” y penetró en la alcoba con cara de suela de zapato.
            --Con el permiso de la señora.
            --Pase y verifique--, le espetó Baldomero.
            Margarita, que ya había sacado la cabeza de debajo de las sábanas, miró al bombero y se volvió a tapar entre gritos angustiosos y con la sangre cuajada.
            --No haga caso, amigo. Son histerismos. El climaterio, ya sabe…
            Baldomero se puso el batín y las babuchas de piel de cabra e invitó al bombero a pasar a la sala. Se relajaron frente a un espejo colonial que les hacía más rechonchos, tomaron asiento en el tresillo y se dispusieron a darle al güisqui.
            --Nada, ha sido una falsa alarma.--, aseveró el bombero a Baldomero mientras encendía un cigarro “La flor de Cano” de mucha vitola.
         --Sí, eso parece. Pero será mejor que apaguemos las lamparillas de la cocina--, dijo Baldomero mientras se atusaba el pelo y soltaba maroma a una pícara sonrisa de ratón.
            --¿Hace otro güisquito?
            --Sí, hace.
            --También lo tengo americano. Allí le dicen wiskey. Como son tan mal hablados… Pero a mí me encanta el “Ballantines”, tiene como más brío en el paladar. ¿Y a usted?
            --Hombre, según se mire.
            --¡Según se mire, qué!
            --Pues no sabría decirle...
            --¡Ah!
            De la alcoba salían unos gemidos ininteligibles. Margarita soltaba al aire todo el amplio espectro del santoral, haciendo hincapié en san Judas Tadeo y san Francisco de Asís, por coincidir con la fecha en la que el padre de Margarita, bombero honorario, murió aplastado por un camión de sifones en Tocina, cerca de Sevilla, cuando se disponía a asistir a una convención de jugadores de tute habanero en San Juan de Aznalfarache. Todo Munébrega asistió a su entierro, donde ella conoció a Baldomero y con el que se carteó mientras él estuvo ausente, ayudándose del adminículo “Consultor de los amantes”, donde en un extenso sumario se enumeraban el amor, la hermosura, la higiene del tocador, el beso, el matrimonio, las probabilidades de casamiento para la joven, el lenguaje del abanico, el lenguaje del pañuelo y el lenguaje de las flores, además de un amplio rol de modelos de cartas amorosas.
            --Me llamo Cirilo Poblador, para servirle.
            --Yo, Baldomero Pitarque. Mucho gusto en conocerle.
            Después de un fuerte apretón de manos, Baldomero invitó a Cirilo a una copita de ratafía, fabricada con esmero en Casa Esteve, en Calatayud.
            --También fabrican licor “Monasterio de Piedra” y anís “La Dolores”.  El anís es un poco dulzón y el licor lo encuentro como áspero. ¿Conoce usted Calatayud?
--Puede... Tampoco sabría decirle.
Cirilo sentía grandes deseos de ponerse el batín y las babuchas de Baldomero. En un arrebato le propuso intercambiar la ropa. A Baldomero no le importó, sino todo lo contrario. Le encandilaban los uniformes de lo que fuere después de haber visto cinco veces “El gatopardo”. De hecho, tenía una gorra de factor de circulación, un tricornio de correría con cogotera y barbuquejo, una teja de cura y una montera que presumía haber pertenecido a Gitanillo de Ricla, es decir, a Braulio Lausín. Ahora estaba en el buen camino para tratar de conseguir una visera de ciclista de Ventura Díaz. Ya le había escrito a Camargo.
            --¿Y Camargo? ¿Conoce usted Camargo?
            --Pchsss... No sé, no le diría que no.
        Con la mayor naturalidad del mundo se intercambiaron la vestimenta frente al espejo con orla de palosanto, brindaron con alegría y chocaron las copas, que ahora eran de “Peñascaró”. A Margarita no había forma de hacerle callar.
            --Yo le daría a su mujer un “Valium 5”. Funciona.
            --Espere... No tengo. ¿Si le pudiese servir un supositorio de “pulmonilo C”?
            --No, eso no, que luego se va de vareta y pone las sábanas perdidas.
           Finalmente optaron por cerrar la puerta del salón y por poner en el plato del giradiscos el Preludio de “El Tambor de granaderos”, de Ruperto Chapí.
            --¿Y si la ahogásemos?
--No sea animal, Cirilo.
        Sonó con insistencia el timbre de la puerta, coincidiendo con el momento en el que Baldomero saludaba con marcialidad a su doble reflejado en el rechoncho espejo. Y también en el instante en el que Cirilo, repantingado en un sillón de orejas hojeaba la novelita “El círculo vicioso”, de José Francés. Proseguían los timbrazos con insistencia, Margarita se encomendaba al beato Valentín de Berrio-Ochoa y Baldomero había marchado a toda máquina al cuarto de baño por un apretón, para exonerar el vientre.
            --¡Ya va, ya va, un poco de paciencia!-- gritó Baldomero desde el otro lado de la puerta del aseo con la voz sensiblemente forzada.
            Abrió Cirilo.  Al otro lado, había un hombrecillo de ojos saltones y barba de dos días, en zapatillas morunas repujadas y pijama color lila estampado con ramas de cucurbitáceas. Daba pequeños brincos. Pedía socorro con voz aflautada, agarrándose con fuerza el batín de Baldomero, que ahora portaba con elegancia Cirilo. Pretendía sacar a éste hasta el rellano de la escalera.
            --¡Baldomero, que se me lleva!
       Apareció Baldomero sujetándose los pantalones en un intento desesperado por atajar semejante rifirrafe.
            --¡Esto es un atropello! ¡Déjelo, o llamo a la policía!
   Pero aquel sietemesino, muy asustado y quebradizo, se echó en brazos de Baldomero y le conminó con voz dulce y una lógica aplastante a que fuese a su casa, en el piso de superior.
            --Yo... ¿a su casa?...  ¡Ah, no, no!  El que debe subir es el señor del batín, que para eso le pagan.
            --¡Pero el bombero es usted!
            --No, yo soy su vecino. ¿Acaso no me reconoce?
            --No sé quién es usted ni me importa. ¡Que le pego, leche!
      Baldomero se refugió detrás de un biombo chino ante los ataques a base de collejas que le proporcionaba el vecino en el colodrillo.
            --¡Ay... ay, que me mata! ¡Ya voy, ya voy... pero es que yo...!
            --¡Usted, qué!
            -- Yo..., nada, nada.
            --¿Entonces, a qué espera? ¡Proceda!
          Amanecía y los primeros coches rodaban por el asfalto. Un tímido rayo de luz penetró por una rendija de la ventana. Sonó el despertador. Margarita dio un codazo a Baldomero para que dejara de roncar y se levantase de la cama. Todo había sido una pesadilla y era necesario marchar al tajo sin más contemplaciones.                                                          







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