viernes, 30 de agosto de 2013

Como agua de oasis




En el artesonado mudéjar del techo de la  desaparecida iglesia de San Matías, en Granada, han descubierto una carta de amor que ya tiene 92 años. Era la epístola que un tal Pepe escribió a Emilia en 1921 pero que no llegó a su destino o, si así fue, ella, Emilia, la escondió para que nadie la pudiese descubrir. Pepe, entre otras cosas, le decía a Emilia que le mandaría con un recadero otra carta junto a un racimo de uvas dirigido a un tal don Antonio. Según leo en ABC, “lo que sí han detallado en el Museo de la Alambra es que la carta nunca colgó del techo de la iglesia de San Matías, un extinto templo ubicado al final de la calle Elvira de Granada que se destruyó a finales del siglo XIX, antes de las letras de Pepe, para albergar el diseño de la Gran Vía y el anchuroso centro de la ciudad”. Sea como fuere, Pepe y Emilia son dos personajes desconocidos para el resto de los mortales que bien merecerían ser protagonistas de una novela de Pérez y Pérez. Es como una botella con mensaje que una mañana aparece en la playa. Algunas botellas han cruzado el Océano Atlántico, como alguna de las enviadas por un tal Harold Hackett, que vive en Canadá, en la pequeña isla del Príncipe Eduardo. Desde 1996 envía mensajes dentro de botellas de plástico y espera respuesta aprovechando los vientos y las corrientes marinas. Ya ha enviado más de 5.000 mensajes en los que nunca deja un número de teléfono o un correo electrónico y, según parece, ha recibido 3.100 mensajes de respuesta, mayormente del norte de Europa, de las Bahamas y de África. Algunos mensajes han tardado  más de trece años en llegar a su destino. Félix Casanova Briceño cuenta en “Historias de nuestra historia” que “el caso más rocambolesco fue quizás el de Chunosuke Matsuyama, un marino japonés que naufragó con 44 compañeros en 1784. Poco antes de que él y sus compañeros murieran de hambre en un arrecife de coral del Pacífico. Matsuyama escribió un breve relato de su tragedia en un pedazo de madera, lo selló en una botella, y la arrojó en el mar. La botella estuvo durante 151 años a la deriva hasta que 1935 arribó a la costa del pueblo donde había nacido Matsuyama”. Es imposible predecir el rumbo de una botella. Una vez se hizo el experimento de lanzar dos botellas con mensaje al agua en Brasil. Una de ellas apareció, ignoro cuánto tiempo después, en una playa de África; la otra, en las costas de Nicaragua. De cualquier forma, lo que a mí me preocupa, y sobre lo que todos deberíamos reflexionar, es el tiempo que tarda una botella de plástico en degradarse. Suponiendo que sea de PET (tereftalato de polietileno), los microorganismos no tienen mecanismos para atacarlos y pueden permanecer indestructibles entre 100 y 1000 años. La de vidrio, más de 4000 años. O sea, duran más que el amor. A las botellas con mensaje que siguen a la deriva eternamente y a las  cartas de amor que nunca llegan a su destinatario les sucede como a los cocos; que, como decía Ramón Gómez de la Serna, tienen dentro agua de oasis. Lo que sucede es que no lo saben.

(A Manuel Martín Ferrand. In memoriam.)

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