martes, 8 de abril de 2014

Adiós a los jueces de paz




Un anteproyecto de la Ley del Poder Judicial pretende suprimir la figura de juez de paz, cuya Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, regulaba sus funciones. Los jueces de paz en los pueblos pequeños solían resolver conflictos de poco calado entre vecinos. De tan poco calado que, como decía La Codorniz en  su sección “La cárcel de papel”, “al ser considerados delitos de menor cuantía, no es necesario que pasen a la jurisdicción de más altos y severos organismos”. En fin, los jueces de paz se habían convertido en “corresponsales” de los juzgados en aldeas y pueblos. Y a éste juez de paz le derivaban desde los juzgados existentes en las cabezas de Partido papeles de la más diversa índole para que los firmase aquel vecino cuya presencia se requería en los juzgados de instrucción, con señalamiento de día y hora, en calidad de testigo, demandado, etcétera. Si el asunto era más serio no aparecía por su casa el juez de paz sino la pareja de la Guardia Civil con el acharolado barbuquejo caído sobre la barbilla, que se encargaba de conducirle hasta el juez instructor debidamente esposado. Yo he visto a un juez de paz, en su exceso de celo, transportar el cadáver de un fallecido en carretera hasta la losa de las autopsias del cementerio en un carretillo de albañilería una vez que se había autorizado su levantamiento. Hombre, para esas cosas no está un juez de paz, de la misma manera que un presidente de comunidad de vecinos no están en el cargo para reponer las bombillas fundidas de los rellanos. Pues bien, esas corresponsalías, como era la que ostentaba el juez de paz, también las tenían las diversas entidades bancarias establecidas en las cabeceras de comarca. En todos los pueblos, por pequeños que fuesen, había un señor de bigote y con aspecto de haber hecho cursillos de Cristiandad que, además de llevar las cuentas del Sindicato de Riegos, de la Hermandad de Labradores y de ejercer de barbero y sangrador cuando su tiempo libre se lo permitía, llamaba a las aldabas de las puertas de los vecinos para cobrarles la letra del Banesto o del Hispamer, por la compra de un tractor en la FIMA, o de un televisor de 19 pulgadas que habían adquirido en cómodos plazos para ver Bonanza, los partidos de fútbol y los telediarios. Pero, todo sea dicho, el juez de paz era un hombre de honestidad demostrada; que, junto al alcalde y el sargento de la Guardia Civil presidía las procesiones y los actos oficiales en las fiestas patronales, adonde acudía provisto de bastón de mando como símbolo de poder. El bastón de mando no es un adorno. Es una insignia que nadie, ni alcalde ni juez de paz, deben entregar al primer personaje relevante que llega a su pueblo en visita oficial. En suma, Ruiz-Gallardón desea terminar con la figura del juez de paz no sé si por ahorrar gastos judiciales o por haber quedado obsoleta. Es lo justo.

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