martes, 15 de abril de 2014

Calatayud se queda sin cines




Me entero de que el último cine que quedaba en Calatayud, compuesto por tres salas, desaparece como el polvillo de mariposa. Calatayud se queda sin cines como antes se quedó sin azucarera, sin el café El Pavón, sin la pista de autobuses cercana a la Plaza El Fuerte, sin el mercado de la plaza del Ayuntamiento y sin la Academia Hispania, aquella academia de don Bruno que a tantos chavales desasnó y sacó adelante. Todo tiene su fin. Calatayud merecería mejor suerte. Una tarde fría de mediados de diciembre, en la que esperaba a que mi hijo saliera de la UNED,  quise volver a ver la fachada de la Academia Hispania. Don Bruno tenía aspecto de revisor del convoy Ómnibus Arcos. Había ideado algo para conocer si algún alumno faltaba a clase. Eran unas cartulinas en las que constaban todos los días del mes. Cada día, al llegar a la academia, el educando enseñaba su cartulina marrón del tamaño de una octavilla y, entonces, don Bruno sacaba de un bolsillo del pantalón una tenacilla como las de picar billetes. Con ella taladraba la fecha por la parte de arriba. Y a la salida de clase, por la parte de abajo. Aquel taladro producía unos huecos diminutos en forma de trébol. Pero, como decía, la Academia Hispania ya no existía cuando quise volverla a ver. En su lugar se erguía una casa de nueva planta.  Aquella callejuela se llamaba, creo recordar, calle del Teatro y oí contar a don Bruno que hace muchas décadas allí existió un crimen durante las fiestas de Carnaval. Ahora quitan el último cine, que permitía soñar durante un par de horas con proyecciones como Mi Fair Lady, El Gatopardo, El ultimo tren a Gun Hill y todas las películas de mi mocedad, también perdida para siempre. Nos hemos convertido en marineros varados en tierra y ya no nos da ni para comer chanquetes. Decía Alexis Carrel que “vivimos muriendo, que un viejo no se improvisa, se hace desde siempre”. La crisis se ha instalado en la ciudadanía como si fuese el bacilo de Cock. Ya no llega el sueldo ni para soñar mirando una pantalla en la misma progresión con la que se amortizan los sueños a fuerza de no consumarlos. Menos mal que nadie podrá quitarnos los recuerdos.

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