domingo, 15 de febrero de 2015

El sacamantecas




Domingo de carnaval. La gente tiene ganas de marcha y sale por las calles vestida de bruja, espadachín o pirata. Pero estos días invernales son los mejores para releer libros casi olvidados, hacer mímica frente al espejo o sentarnos en el sillón de orejas con la mirada puesta en el techo y contar sus fisuras. He vuelto a releer “Las ánimas del purgatorio” donde el autor, Umbral, consiguió situarme la primera vez que leí el libro, también ahora, en el laberinto esperpéntico de los difíciles años cuarenta. La tía Algadefina y los amigos difuminados son entes fantasmales. El enfermo era una víctima del hambre, el piojo verde, los “hipofosfitos”, el priapismo, la orfandad y el bacilo de Koch. Pero como no hay mal que por bien no venga, las madres de aquellos enfermos solían decir que la tisis galopante desarrollaba mucho el oído. Mientras tanto, aquellos mozalbetes diplomados en espantos se consumían como una sobada cartilla de racionamiento al alimón entre la fiebre y la hemoptisis. Todos los que sufren largas temporadas postrados en cama saben mucho de soledades, maceramientos de osamenta y encanijamiento del alma. Los niños débiles dábamos siempre un estirón tras la escarlatina, las tifoideas o una pulmonía. Era como si en la soledad de la alcoba hubiésemos cambiado de camisa culebrera. Más tarde, con piel nueva de jóvenes pálidos y ganglionosos, intentábamos cargar pilas con el tenue rayo de sol de patio de vecindad. Lo peor venía cuando nos entraba la enfermedad de la enfermedad, o sea, el pánico a la muerte. Escribe Umbral que en aquellos años a los niños los llevaban al médico en taxi, ya que los coches de alquiler sólo se tomaban para estas circunstancias tristes. Yo todavía recuerdo aquellos coches grandes, negros, ruidosos y con el estrambote del gasógeno El conductor siempre nos miraba como el que despide a un amigo en el penal de Santoña. Nos dejaba a la puerta de la consulta del médico, que semejaba a un dentista de las viñetas del TBO; y ahí, precisamente ahí, comenzaba el suplicio. Pinchazos en el brazo para luego hacer recuento de glóbulos y entrada en un cuarto oscuro para que el médico pudiese contar todos los huesos por medio de los rayos X. Por aquellos años corrió la leyenda del sacamantecas, que estuvo durante muchos años presente en mis sueños infantiles. A alguien le escuche decir que murió cuando le inyectó penicilina un practicante de Lugo de apellido Pontide sin saber que éste era alérgico. La muerte siempre produce estupor, aunque en aquel caso se tratara de la muerte del sacamantecas.

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