martes, 17 de noviembre de 2015

Escalofrío





A tres días del 20 de noviembre, leo en el diario Público que “al menos 16 misas honrarán la memoria de Franco en todo el Estado”. La primera, mañana en Córdoba. Ya hace tantos años del fallecimiento de ese militar como los años que se mantuvo como jefe del Estado como consecuencia de un inicial golpe de militares africanistas y una guerra civil cruentísima. Los que ya peinamos canas, tenemos fijada en la mente  palabras del argot médico como tromboflebitis o heces en forma de melena, así como unas fotos hechas por su yerno, el marqués de Villaverde, mientras su suegro agonizaba lleno de tubos en La Paz y que una revista publicó. ¡Qué vergüenza!  Muchos madrileños desfilaron por el Salón de Columnas del Palacio Real, se plantaron delante de su féretro e hicieron ante las cámaras y ante el muerto las más ridículas expresiones de afecto y los más dispares aspavientos. Pocos días antes de su muerte, un taxista madrileño hasta ofreció uno de sus riñones al Caudillo. Y tras su muerte, ya avanzada la madrugada, apareció en televisión un Arias Navarro lloroso para contar entre pucheros serviles a los españoles con insomnio que Franco había muerto. Y unos gimotearon con la noticia y otros descorcharon botellas de cava. De inmediato se formó un Consejo de Regencia ese mismo día 20, formado por el presidente de las Cortes Alejandro Rodríguez de Valcárcel, el arzobispo de Zaragoza Pedro Cantero Cuadrado y el teniente general del Aire Ángel Salas Larrazábal, que duró hasta la proclamación de Juan Carlos de Borbón y Borbón Dos Sicilias como Rey de España dos días más tarde. Y de aquel tipo, hasta entonces Príncipe de España, viendo hoy, cuarenta años después, las fotos para la Historia, aparecía el Sucesor de lo “atado y bien atado” en el proscenio de las entonces llamadas Cortes Españolas con vestimenta de capitán general y cara de susto, se supone que sabedor de la que le venía encima al que por aquellos días la derechona más recalcitrante llamaba Juan Carlos El Breve. Y ese mismo día, el dictador era depositado en el Valle de los Caídos y enterrado detrás del Altar Mayor de la Basílica bajo una losa de granito de 1.500 kilos. En todos los colegios del Estado se colocó un póster con su  “Testamento político”, donde Franco hacía referencia al Catolicismo; y al “perdón”, ¡qué sabía él de perdón!, definiendo a sus enemigos como “enemigos de España y de la civilización cristiana”. Tiempo después, en junio de 2007, el cirujano Juan Abarca, testigo de la agonía de los últimos días de dictador, presentaba su libro “Cinco litros de sangre”, prologado por Francisco Umbral. Y ahí señalaba que “el enfermo no fue operado correctamente”. Abarca, al referirse a Manuel Hidalgo Huerta, que operó a Franco de una gastritis hemorrágica, señala que éste “optó por resecar nada más que una parte del estómago, aproximadamente un 30 por ciento, cuando lo correcto hubiese sido una resección total o extirpación. Las posibilidades de vivir hubiesen sido muy altas, ya que en aquella época las estadísticas de fallecimiento por úlcera de duodeno perforada debían estar sobre un 3 por ciento”. En otro momento del libro, Abarca aclaraba que  cuando el dictador enferma todos los síntomas parecían cardíacos y, sin embargo, los médicos sabemos que hay procesos del aparato digestivo, como las perforaciones de úlceras, en las que sale el aire y comprimen el diafragma sobre el corazón, haciendo que parezca un infarto de miocardio”. Y tras su entierro, Franco quedó en la Historia para siempre. Pero, a mi entender, no precisamente para bien. Cada vez que me acerco a Collado-Villalba, que lo hago con frecuencia, y contemplo a lo lejos la elevada Cruz de los Caídos sobre el paraje de Cuelgamuros en el  macizo de Guadarrama siento una especie de escalofrío que me recorre todo el cuerpo. No lo puedo evitar. No sé cuándo acabará esta pesadilla.

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