jueves, 5 de noviembre de 2015

Todo, menos perder el tiempo





Convertir el aragonés, que proviene del latín vulgar, en lengua vehicular en la enseñanza obligatoria,  como así parece que tiene intención de llevar a cabo el PSOE con el apoyo de Podemos y Chunta Aragonesista, se me antoja como un disparate político de primer orden y una pérdida de tiempo lamentable para los educandos. Esa lengua romance, que sólo hablan alrededor de 10.000 ciudadanos en determinados enclaves de la provincia de Huesca (ansotano, cheso,  belsetán, panticuto, chistabín, patués y ribagorzano o estadillano) y que “desapareció del Reino de Aragón a partir de la castellanización a la que voluntariamente se acogieron los sectores nobles y cultos con la llegada de la dinastía de los Trastámara en el siglo XV”, como bien señala Cristian Marco Villanueva en un trabajo de fin de carrera de su Licenciatura de Humanidades (junio de 2012), intenta ahora renacer de sus propias cenizas en la futura Ley de Lenguas. Ya con Felipe II, al reformar los Fueros de Aragón a principios del siglo XVI, la presencia del aragonés en los escritos oficiales quedó prácticamente erradicada en favor del castellano. Como bien señala Marco en su excelente trabajo, “las gentes de los valles donde sobrevivía el aragonés eran gentes que prácticamente no se movían de su entorno más cercano. Los viajes a las ciudades más próximas, como Huesca o Barbastro, podían suponer larguísimas jornadas en burro y eran contadísimas las ocasiones en las que acometían esos viajes”. (…) “Sí que hubo, a partir del siglo XVIII una tradición lexicográfica que quería recoger las voces aragonesas para enriquecer la lengua castellana. Así, ya a principios de aquel siglo, entre 1714 y 1715, el académico de la Lengua Española José Siesso de Bolea elaboró el Borrador de un Diccionario de voces aragonesas con el objetivo de incluirlas en el primer Diccionario de la Real Academia de la Lengua (Diccionario de autoridades) que se publicó durante los años 1726- 1739. Y durante el siglo XIX continuó esa tradición lexicográfica. Así en los primeros años del siglo aparece un anónimo Diccionario de aragonés, y en 1836 aparece el Ensayo de un diccionario aragonés-castellano de Mariano Peralta, seguido en 1859 del Vocabulario de voces aragonesas de Jerónimo Borao”. En 1976 se crea en Zaragoza el Consello d’a fabla aragonesa, “una asociación cultural, no legalizada hasta 1978, de defensa y promoción de la lengua aragonesa en todas sus variedades dialectales. La asociación, presidida por Francho Nagore, inició rápidamente varias acciones de promoción y divulgación de la lengua en la sociedad aragonesa, básicamente a través de la impartición de cursos de aragonés, a la vez que intentó avanzar en el terreno de la unificación lingüística con el objetivo de crear un aragonés supradialectal.  En 1977 Andolz finalizó su Diccionario Aragonés y Francho Nagore publicó la Gramática de la lengua aragonesa, obra que pretendían servir de base al intento del aragonés común. Al año siguiente se publica la revista Fuellas d´informazión d´o Consello d´a Fabla Aragonesa,, que recogía estudios, textos, vocabularios y todo lo relacionado con el incipiente aragonés común o con cualquiera de sus variedades. Ese mismo año (cuando Aragón entra ya en un régimen preautonómico) se produjo la legalización de esa asociación y su traslado de la sede de Zaragoza a Huesca, desde donde se inició una campaña de charlas y actos en diversas poblaciones de la provincia para que se fuesen estableciendo en ellas secciones comarcales llamadas roldes. Y así, durante los años posteriores, se desplegó una intensa campaña en el territorio que incluía el desarrollo constante de ese nuevo aragonés estandarizado que no llegaba a estabilizarse del todo, pero que se vio refrendada en 1982 con la aprobación del Estatuto de Aragón, que dio paso a la Comunidad Autónoma de Aragón y que incluía en su artículo 7 una vaga referencia a la protección de la lengua”. (…) “Pese a ese reconocimiento formal, el movimiento aragonesista en general no se hizo demasiado eco de las demandas que se promovían desde O Consello d’a fabla. Para los intelectuales de Zaragoza, que incluía a cantautores como Labordeta o Carbonell o editores de revistas como Andalán, aquellas reivindicaciones sobre la nueva lengua o las lenguas pirenaicas no pasaban de lo folclórico y aquella defensa de un nuevo aragonés supradialectal quedó ligada a un grupo concreto de personas, que patrimonializaban esa lengua en formación y a una ideología de izquierdas, circunstancias que imposibilitaron un apoyo más amplio de otros sectores de la sociedad y de la política”. En fin, por resumir: de poco servirá la voluntad política de la Izquierda en hacer vehicular en la enseñanza obligatoria ese dialecto, casi convertido en reliquia, si falta el necesario consenso en las Cortes de Aragón. Cosa distinta es que la fabla aragonesa siga interesando a los filólogos como fuente de inspiración en el proceso de tesis doctorales y a un grupúsculo de nostálgicos trasnochados que todavía ven futuro hasta en el esperanto, y que me perdone el oftalmólogo polaco Zamenhof. Pero esa es otra historia.

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