martes, 26 de abril de 2016

Celeste Caeiro





El 25 de abril de 1974 tuvo lugar en Lisboa la llamada “Revolución de los Claveles”, un  pronunciamiento incruento que terminó con la dictadura de Salazar. Aquel Movimiento de Capitanes se habían conjurado en el Sporting de Lisboa unas semanas antes con motivo de un partido internacional, que habían decidido dar un golpe de mano tras escuchar “Grándola, vila morena”, canción compuesta tiempo atrás por José Afonso. España por entonces seguía siendo “different”, pero sólo tres meses más tarde Franco enfermaba de tromboflebitis, el príncipe de España tomaba las riendas del Estado de forma provisional y los políticos, con Arias a la cabeza, veían masones por todas partes. Como decía Luis González Seara, fallecido hace pocos días: “¿Que descubre usted en la sala de estar de su amigo unas columnitas como soporte de una lámpara? ¡Masón a la vista!”. En España empezaba a haber impaciencia y aparecía el espectro de la política del miedo (Montesquieu veía en el temor el principio del despotismo) el cierre de revistas y periódicos y la batalla de las asociaciones. Hoy, 42 años más tarde, leo en la prensa que “los capitanes de la Revolución de los Claveles vuelven a la Asamblea de Portugal tras cuatro años apartados”. Pero, y eso es lo peor, ya casi nadie recuerda a  Celeste Caeiro, costurera, camarera y estanquera, y que aquel 1974 cumplía un año el restaurante donde ella trabajaba. Los dueños del local quisieron hacer una fiesta para celebrarlo y no faltó la compra de flores. Pero el 25 de abril, al llegar al trabajo para cuidar de la guardarropía, su jefe comentó a los miembros de la plantilla que se había suspendido la fiesta porque estaba produciéndose una revolución, pero que podían ir al almacén a recoger flores, si lo deseaban, para que no se echasen a perder. Celeste salió a la calle con unos claveles rojos y blancos con curiosidad, por ver qué sucedía. En la Plaza del Rossio los tanques esperaban órdenes. Un saldado le pidió a Celeste un pitillo. Ella no pudo dárselo porque no fumaba. Pero tomó uno de sus claveles rojos y se lo entregó al soldado, que lo colocó en la bocacha apagallamas de su fusil de asalto. El resto de soldados pidieron a Celeste claveles, ella los entregó todos, y los soldados colocaron sus claveles en la boca del fusil imitando a lo que había hecho el primero de ellos. Celeste, que apenas medía metro y medio de altura y que, de vivir, pasa de los ochenta años era hija de española, la menor de tres hermanos. Apenas conoció a su padre, que los abandonó. La historia se repitió con el padre de su única hija, que se marchó sin dejar rastro y la convirtió en una madre soltera.

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