Es posible que los políticos utilicen en sus mítines, de
aquí al 26 de junio, el hipérbaton, esa licencia literaria que consiste en
cambiar el orden de las palabras en una frase, sin que pierda sentido:
verbigracia, “Blancanitos y los siete enanieves”; “jano serramón”; “salpisco de
maricón”, etc. El recordado José Antonio
Garmendia sabía mucho de eso y de otras cosas que ahora no vienen a cuento.
Ese idioma macarrónico, que no dice nada y que entiende todo el mundo, Garmendia
lo conocía como “entrudia”. Pero no
pasa nada. Hay veces que aún hablando el castellano de forma correcta, el
camarero no te entiende. Eso me ocurrió a mí en un pueblón de Badajoz, grande y
destartalado. Estaba cansado de callejear de un lado a otro y me senté junto a otras dos personas que me acompañaban en un
velador poco concurrido. Enseguida apareció un camarero de esos de chaquetilla
blanca, como Lucio en la Cava Baja. Le noté cara
de panoli, pero no le di mucha importancia. Era flaco y moreno, al menos así lo
recuerdo, y con aspecto de no ser hábil en su oficio. La petición nuestra fue
sencilla: una infusión de manzanilla, un café cortado y agua tónica. El
camarero se marchó y quince o veinte pasos más adelante se paró en seco, se
sujetó la mandíbula con la mano, apoyó un a pierna sobre una silla y así
permaneció un rato, como catatónico. Me recordó a El Pensador de Rodín, o
de Dante a Las Puertas del Infierno, o a ese hombre de El Juicio Final, de Miguel Ángel. Pasaban los minutos y el camarero continuaba en la
misma posición. Bastante tiempo después se acercó hasta la puerta del bar,
donde había una mujer de mediana edad mirando hacia las mesas. El camarero le
dijo algo en voz baja y aquella empleada se acercó hasta nosotros y nos
preguntó qué deseábamos tomar. Le repetimos lo mismo que le habíamos dicho al
camarero, volvió al bar y al momento nos sirvió. El camarero se quedó en la
puerta, en el lugar que ocupaba ella minutos antes, pensativo, como
reflexionando sobre no sabemos qué. Nunca supimos qué le había sucedido. Era
como si le hubiese caído encima el telón al final de un sainete. No quiero ni
pensar si llego a utilizar el hipérbaton y le pido, además de la bebida, una
“ensaladisa rulla” o un “salpisco de maricón”. Nunca se sabe. Tal vez me
hubiese entendido. Me quedé con esa duda en la trocha hacia Lisboa. Ahora los
políticos utilizan los hipérbatos de forma solapada, por marear la perdiz. Pero
los políticos no usan la tesis ni el paréntesis ni la anástrofe, sino la
histerología, para alterar el orden de las palabras y decir primero lo que
debería ir después; o decir lo que se debe hacer ahora cuando, pudiendo, no lo
hicieron ellos cuando gobernaban. Ya lo dijo Iriarte: “Si el sabio no aprueba, malo/ si el necio aplaude, peor”.
En política, como en el teatro, una cosa es hacer el papel de otro, sustituirle
en algún cargo o empleo, y otra sostener el carácter del personaje. Pronto
sonará el clarín y se abrirán los colegios electorales. A Sánchez le están moviendo el asiento y el dios Genio permanece impasible en La Moncloa sin salirse de sus
quicios, mientras los patricios y la gente acomodada y corrupta ya le ven
ganador, y ridiculizan los vicios y afean las malas costumbres, como en las
comedias de Esquilo, viéndose ya
seguros del perdón.
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