Cuando todavía no sabía leer, abría un libro y miraba los
“santos”. Y viendo los “santos”, de enciclopedias, revistas o tebeos, me hacía
mi composición ideal sobre cómo eran las cosas o cómo pudieron serlo de haber
existido. Recuerdo que de niño miraba los “santos” de “El tesoro de la juventud”, de los libros encuadernados de Celia, las viñetas de “Tampolín”, aquella publicación que editaban los
de Acción Católica, los suplementos “Chispa” que aparecía todos los domingos
con el diario Alerta, o los dibujos
de personajes que aparecían en la Enciclopedia
de Dalmau Carles. La historia de
España que se contaba en aquella enciclopedia terminaba en la Revolución del 68, cuando Isabel II tuvo que salir de España por la Estación de Atocha camino
del exilio. Y en aquella enciclopedia aparecían dibujos de personajes: Espartero, Serrano, Narváez…, que
llegaron a hacerse familiares. Eran los “santos” que yo miraba una y otra vez
siempre con la misma sorpresa. Algo parecido me sucedía con el mago don Pirulo, Roenueces, Cuchifritín y
Celia, o con las viñetas de Serapión, hombretón de cabeza
triangular, o Ciriaco Majareto, o los grandes inventos del doctor Fran de Copenhague, que aparecían en aquellas viñetas del nacional-catolicismo y del TBO. El Tesoro
de la Juventud
era otra cosa. A lo largo de sus doce tomos con tapas de cartoné azul podía
contemplar cómo se ponía la escafandra un buzo antes de adentrarse en los
fondos submarinos, qué vapores de tres chimeneas cruzaban nuestros océanos
transportando indianos, o cómo salía el sol siempre por el mismo sitio, como
sigue sucediendo ahora. De mayor, descubro que, al carecer de programas, a los
políticos les voto por los “santos”, es
decir, por cómo se peinan o sonríen quiénes ofrecen el oro y el moro para
un periodo de cuatro años. Los “santos” de mi infancia se han quedado
obsoletos y vacíos como una cáscara de nuez. Y observo boquiabierto que los políticos aspirantes al Congreso
jamás cumplen las expectativas. Y así nos va a los españoles. Se nos ha caído el castillo de
naipes. Ese libro de las 40 hojas de don
Heraclio Fournier donde sotas, caballos y reyes eran del mismo corte que los
plasmados en los libros de Calleja.
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