Mañana es 11 de mayo de 2016 y debería escribir sobre Camilo José Cela, al cumplirse el
primer centenario de su nacimiento. Pero no lo voy a hacer. Ya lo hacen otros
con mayor aseo. Fernando Aramburu
dijo en cierta ocasión: “Entiendo que Cela fue un prosista apañando, pero poco
sutil a la hora de armar novelas”. Personalmente valoro el cómo se cuenta algo
por encima del qué se cuenta, a la hora de escribir. Y ese cómo se cuenta es lo
más atractivo en la obra de Cela. Le he leído casi todo, algunos libros más de
una vez. Y hasta conservo Toreo de salón,
dedicado. Personalmente me quedo con los
libros de viajes, donde el vagabundo (así lo denomina Cela) transita con morral
al hombro, se acerca hasta los pueblos, conversa con los vecinos, recorre sus
calles, visita aquello que merece la pena visitar, come donde puede o silba
para espantar el hambre, enseña sus papeles a la pareja de la Guardia Civil si es menester,
hace amigos en sus rutas, se fuma dos cigarros en un ribazo, y cuenta cosas
sencillas como, por ejemplo, que “a los afiladores de Orense no les gusta que
nadie hable el barallete, su jerga gremial”. Tampoco aquel afilador de Nogueira
de Ramuín, con el que el vagabundo se topó cerca de Turégano y que soplaba una
siringa de caña, o un caramillo de hueso, se movía con desahogo por el paisaje
de Castilla la Vieja. El
afilador, también paragüero, contó al vagabundo muchas cosas en uno de sus
viajes. Pero no me consta que le dijera, o se le olvidó explicarle a su compañero
de camino de sólo unas leguas, que la siringa, o el caramillo, que ahora los
hacen de plástico, los empezaron a utilizar como reclamo los capadores de
cerdos, que utilizaban el castrapuercas, distinto que la siringa o el
caramillo, para llamar la atención en las aldeas, castrar cochinos (como a Cela
le castró la censura Mrs. Caldwell habla
con su hijo, La colmena y el Pascual Duarte) y poder ganarse la vida.
Aquella censura no usaba castrapuercas, ni siringa ni caramillo. Sólo las
tijeras y el lapicero bicolor, falangista y requeté.
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