martes, 31 de mayo de 2016

La España indolente





Aurore Dupin, mas conocida como George Sand, en su libro Un invierno en Mallorca, (publicado en 1855) hace un perfecto retrato de cómo era la España mediterránea en 1838, aprovechando su estancia, primero en Son Vent y mas tarde en la Cartuja de Valldemosa, junto a sus hijos, Maurice y Solange, y el músico polaco Frèdéric Chopin, al que había conocido en París en 1831. Curiosamente, en su trabajo literario, hace referencia al Gran Hotel  de las Cuatro Naciones, situado en el número35 de la Rambla del Centro. En ese lugar de hospedaje estuvieron dos veces: la primera ocasión fue del 2 al 7 de noviembre de 1838, donde habían llegado en el barco Le Phénicien desde Port Vendres. De Barcelona a Mallorca lo harían en la embarcación El Mallorquín. La segunda, en el viaje de regreso, entre el 14 y el 22 de febrero de 1839. Ya en Mallorca consiguieron alquilar un piano de pésima calidad. A pesar de la dificultad que entrañaba para su trabajo, Chapín pudo componer a duras penas la mazurca Op. 41 nº 2. El nuevo piano que habían adquirido en Francia tardó en llegar. Se trataba de un Pleyel, con el que Chopin pudo completar 24 preludios, 2 polonesas, una balada y un scherzo. Para que podamos comprobar cómo funcionaban entonces los asuntos burocráticos en España, nada mejor que leer a Sand:

“Por un piano que hicimos traer de Francia, se nos exigía setecientos francos e derecho de entrada. Era casi el valor del instrumento. Quisimos devolverlo y no estaba permitido. Dejarlo en el puerto hasta nueva orden, estaba prohibido. Hacerlo entrar por otro lugar de la ciudad (nosotros vivíamos en el campo) para evitar el portazgo que es distinto que el derecho de aduanas, es contrario a las leyes. Dejarlo en la ciudad a fin de evitar los derechos de salida, que son distintos de los de entrada, no podía hacerse. Arrojarlo al mar era cuanto podíamos hacer, si es que teníamos derecho a ello. Después de quince días de negociaciones, conseguimos que en vez de salir de la ciudad por una puerta, saliera por otra, y liquidamos el asunto en unos cuatrocientos francos”.

Sand se sorprendía de que “la hospitalidad no pase de buenas palabras”. Señala:

“Hay una frase usual en Mallorca, como en toda España, que evita tener que prestar alguna cosa; consiste en ofrecerlo todo: ‘la casa y todo lo que hay en ella está a su disposición’. No se puede mirar un cuadro, tocar una tela, levantar una silla sin que se diga con perfecta amabilidad: ‘Es a la disposición de usted’, pero guárdese bien de aceptar siquiera un alfiler, pues se cometería una grosera indiscreción”. (…) “Un piso en Palma se compone de cuatro paredes absolutamente desnudas, sin puertas ni ventanas.  En la mayor parte de las casas burguesas no tienen cristaleras y cuando quieren procurarse esta comodidad, muy necesaria en invierno, hay que empezar por encargar los marcos. Cada inquilino al irse (y la gente apenas se traslada) se lleva consigo las hojas de las ventanas, las cerraduras y hasta los goznes de las puertas…”.

Del viaje de regreso a Barcelona entre una piara de cerdos mejor no hablar. En fin, el libro es fiel espejo descriptivo de la España de la indolencia en un siglo, el XIX,  donde hubo guerras civiles, regencias, magnicidios, destronamientos, abandonos del Trono y restauraciones que no sirvieron para cambiar o modernizar nada, si exceptuamos la puesta en marcha de los primeros ferrocarriles. Sirva como ejemplo de incoherencia nacional el caso de Isabel II, a la que en septiembre de 1868 se la “facturó” a Francia sin billete de vuelta. Juan Prim dijo entonces la famosa frase de “los Borbones nunca más”. Pero Prim sería asesinado en diciembre de 1870 y siete años más tarde del destronamiento, en enero de 1875, llegaba la restauración borbónica en la persona de Alfonso, hijo de la reina destronada y del coronel Federico Puig Romero, asesinado en el cuartel de San Gil en 1866, según consta en el libro de María Nieves Michavila titulado Voces desde el más allá de la historia.

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