lunes, 30 de mayo de 2016

San Íñigo, bilbilitano de nación





“Sábete, gran Belcebú, — que este Santo venerado — que en Oña está sepultado — era de Calatayú" (sic), sugería un demonio al príncipe en una representación escénica del siglo XVI. El jesuita Valeriano Ordóñez relata en un elogio del santo que “en una arqueta de plata y piedras preciosas se conservan en la iglesia de Oña las reliquias de  San Iñigo, el Patrono medieval de los cautivos, que enrejaron de exvotos su altar; el Patrono de Calatayud y de Oña. Su popularidad taumatúrgica le siguió durante los siglos de la Reconquista y del esplendor de España, cuando todas las familias nobles imponían a alguno de sus hijos el nombre del abad de Oña. Iñigo de Loyola se llamaba el fundador de la Compañía de Jesús y un autor de fines del siglo XVI llama al abad de Oña San Ignacio de Calatayud”. Parece ser que el 1 de junio coincide con la muerte de ese santo benedictino en 1058 y tradicionalmente Calatayud reparte entre los bilbilitanos tras la asistencia de fieles a una ofrenda religiosa por el rito mozárabe los “panes benditos”, que es costumbre secular. El 30 de mayo de 2014 se abrió el sarcófago de San Iñigo por última vez para extraer una reliquia y poder ser enviada al navarro monasterio de Leyre, al disponerse de una autorización del arzobispo de Burgos, Francisco Gil Hellín, fechada en 2008. La razón de aquel envío estuvo relacionado con un documento que acredita que, cuando San Iñigo viajaba desde el monasterio de San Juan de la Peña a Oña, se detuvo en el monasterio de Leyre (Navarra) donde firmó un documento por primera vez como “Eneko, abad de Oña”. No había extracciones de reliquias del santo desde 1597, cuando algunos huesos fueron trasladados a Calatayud.  Hubo otra apertura de su sarcófago en 1865, para tener la certeza de que la invasión francesa no había destruido los restos conservados en su interior. En aquella ocasión los restos del santo fueron recogidos en un saco blanco y depositado en una arqueta de madera dentro del relicario de plata. Iñigo fue canonizado en 1163 en el sínodo de Tours, por deseo del papa Alejandro III. Todo apunta (si hacemos caso a “Vidas de los santos”, de Alban Butler) a que “alrededor del año 1010, Sancho, conde de Castilla, fundó una casa de religiosas en Oña (Burgos) y la dejó al cuidado de su hija Tigrida. Se trataba de un monasterio mixto. Poco tiempo después de su fundación, la observancia de las reglas se relajaron. El rey Sancho III el Mayor, muy preocupado por aquel lamentable estado de cosas decidió poner fin a las desviaciones en la reformada Orden de Cluny. En San Juan de la Peña,  primer monasterio que adoptó la regla reformada, hizo aquel rey un reclutamiento de monjes para reemplazar a todas las religiosas de Oña, alrededor del año 1029. Para dirigirlos, nombró a un discípulo de San Odilio, de nombre García, que murió sin haber comenzado a realizar la difícil tarea encomendada. Entonces se recurrió a Iñigo, que demostró tener capacidad para llevar a cabo la disciplina necesaria”. San Iñigo llegó a ser confesor de Sancho III. Los restos del santo, salvo las reliquias dispersas, se conservan en un camarín de finales del siglo XVI, donde en su retablo barroco existen frescos de Francisco Bayeu, cuñado de Goya.

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