miércoles, 8 de junio de 2016

Del bodegón de puntapié al fast-food





A cualquier cosa le llaman mantón de Manila. El “barco” que cruzaba las aguas de Zaragoza entre el Club Náutico y lo que queda de la Expo, o sea, la pasarela del Voluntariado, se marcha con la música a otra parte. El flamante “barco” no era otra cosa que un catamarán-golondrina de chicha y nabo que botó en el Ebro el socialista Juan Alberto Belloch siendo alcalde de Zaragoza. El actual alcalde, de Zaragoza en Común, Pedro Santisteve, no  considera necesario tener que dragar el río para que viaje por sus aguas un barquito casi de juguete y con una cincuentena de turistas por un día. El Ebro es un río “vivo” que tan pronto va casi seco como lleva un gran caudal. Como escribía Herminio Picazo, La Opinión de Murcia (06/03/15), “los ríos son entidades vivas, dinámicas, actuantes, no cauces inmutables de desagüe de agua”. Y eso lo sabe bien la Confederación Hidrográfica del Ebro, los agricultores que sufren avenidas indeseables y hasta el tonto del puño y la rosa que asesoraba a Belloch echándole moscas vivas en el gin-tónic como repaso intensivo del  Principio de Arquímedes.  Los turistas que visitan Zaragoza tengo comprobado que son de un día, o de dos días y una noche, que viene a ser parecido. Llegan, salen del hotel y se quedan con la mirada extasiada en los cristales de Las Palomas como los mosquitos en una farola; visitan el Pilar, ven las bombas colgadas  cerca del camarín de la Pilarica y se marchan sin entender nada; más tarde intentan visitar la Seo y se desinflan cuando les señalan que hay que pasar por taquilla; se acercan hasta la Plaza de España; regresan al hotel por donde han venido; se hacen unas autofotos, los pijos dicen  selfies, con  la estatua de Goya de fondo; cenan algo ligero y a la mañana siguiente, casi al alba, se largan en autobús camino de Barcelona, o de Toledo, o del castillo de Loarre, ese nido de águilas fundado por Sancho III el Mayor para controlar el Reino de Navarra y que da mucho de sí, es decir, que el guía puede contarles que allí murió el conde don Julián y que algunos han conseguido ver su fantasma entre los muros, también el de doña Violante, sobrina del Papa Luna. Más tarde, Sancho Ramírez –según les relata el guía- hizo una iglesia y llevó a una congregación de agustinos para que el “tolle, lege”, que escuchó san Agustín mientras miraba las tapas de un libro que leía su amigo Alipio, estuviesen en todas las salsas en un  territorio de analfabetos: “No hay olla sin tocino / ni sermón sin agustino”. En Zaragoza, por desgracia, hasta la hostelería ha dejado de ser lo que fue. Todavía en algunos restaurantes escriben en una pizarrilla el menú del día y, debajo, como un estrambote, el mantra de “IVA no incluído”, cuando cualquier hostelero debería saber que el precio del menú ha de ser definitivo y debe indicar el importe total, sin coletillas. Y los turistas, que ya van aprendiendo y están resabiados a fuer de ser engañados, terminan sentándose en un Burger King, como los que ya  había en la España en el siglo XVII, aunque se llamasen de otra manera. Como señala María Isabel Sánchez Quevedo en su libro Un viaje por España en 1679 (Akal Ediciones, 1994), “lo que más abundaban eran unos tenderetes ambulantes que se situaban en las esquinas. A modo de cocinas públicas, en los llamados bodegones de puntapié se preparaban grandes pucheros de caldos no muy recomendables. Solían ser visitados por gente de muy bajo poder adquisitivo”. Vamos, como ahora, sólo que los pucheros de caldo se han sustituido por hamburguesas con patatas fritas. Yo recuerdo en mis viajes a Lisboa que tanto los restoranes de mantel como los sitios de fast-food cerraban muy pronto. Pero existían para alivio de los españoles, que casi juntamos la cena del día anterior con el desayuno del día siguiente, algunos lugares donde se podía tomar un plato de sopa, (caldo verde, sopa de nabicas, etc.) cuando gran parte de las casas de comidas ya había bajado la persiana, que lo suelen hacer sobre las 21 horas, según los husos de Portugal y no de Alemania; como, misteriosamente, nos impuso Franco a los españoles  en 1942 para tener el mismo huso horario que la Alemania nazi.

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