martes, 6 de diciembre de 2016

El tren





En un interesante artículo, José María Noguerol, en El Correo de Zamora, hace referencia a los viejos trenes y a los jefes de estación, que con su gorra roja imponían respeto y daban seguridad a los viajeros. La gente de los pueblos donde había estación de ferrocarril siempre se dirigía a ellos llamándoles con el “don” por delante, como al médico, al maestro, al veterinario y al cura. No cabe duda de que aquella maniobra de ponerse firmes en el andén con el banderín cerrado para que los convoyes pasasen de largo, si era de día, o con el farol con cristal verde, si era de noche, era todo un rito que no requería de latines ni gorigoris aunque sí de mucha responsabilidad, sobre todo cuando los trenes rodaban por vía única sin electrificar. El factor de circulación, en cambio, tenía apeado el “don”, era más rocero con los viajeros a los que les expendía billete de cartón marrón en la taquilla, solía cultivar un pequeño huerto cerca de la estación y llevaba el quepis azul, o sea, sin el forro de tapete rojo incrustado. José María Noguerol, al hacer referencia a los últimos adelantos de una época pretérita, es decir al Taf, señala que “eran trenes plateados e italianos en los que se comían huevos duros y las familias intercambiaban bebidas y chascarrillos porque no había departamentos”. A los Taf siguieron los Ter, azules y rápidos. Pero el Talgo, tren articulado con vagones de aluminio más cortos, con el centro de gravedad más  bajo y con ruedas compartidas cada dos coches, revolucionó el mundo del ferrocarril. El 2 de marzo de 1950, con la presencia de Franco y diversos ministros, partió oficialmente el primer Talgo (el que incluyo en la fotografía) desde Madrid hacia Valladolid. Ese mismo año, el 14 de julio, se abrió la línea de Talgo entre Madrid e Irún. Yo, siendo niño, tuve ocasión de ver pasar el primer Talgo, Madrid-Barcelona a toda velocidad cerca de Calatayud. Poco antes, un  vecino de escalera, tal vez confundiendo ser niño con ser tonto, me había metido en la cabeza que, cuando pasase el primer Talgo, el maquinista lanzaría caramelos a los niños. Pero no fue así. Aquel día descubrí que el Talgo no era una especie de cabalgata de los Reyes Magos sino un tren tirado por una locomotora con nombre de virgen que circulaba  sobre la vía  como una centella. Fue visto y no visto, como mi infancia de niño de pantalón corto que no volverá.

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