viernes, 16 de diciembre de 2016

Juguetes





Vengo observando todos los años por estas fechas de diciembre el desasosiego de padres por adquirir aquellos juguetes que demandan sus hijos y que antes  han visto en escaparates y en catálogos editados por las grandes superficies. Ahí entra en juego el misterio de Papá Noel (aquel Sinterklaas de Washington Irving) o de los Reyes Magos, que en la cultura cristiana ponen carbón a los niños traviesos. Es de locura la que se monta. Los de mi generación, que no teníamos dónde caernos muertos, nos las arreglábamos con unas canicas haciendo gua, con un tirachinas lanzando piedras a todo lo que se movía, o con unas chapas de batidos o de oranginas que buscábamos en las cercanías de los bares. Servían para jugar a muchas cosas echando a volar la imaginación. Mis hermanos y yo jugábamos a la carrera ciclista. Para ello pintábamos en el suelo un camino largo y muy tortuoso, con más curvas que la  infame carretera que une Lozoyuela con Guadalajara. Desde el punto de salida lanzábamos la chapa, cada uno la nuestra, sujetando el dedo corazón con el pulgar y soltándolo con fuerza. El secreto consistía en avanzar el máximo posible dentro del recorrido sin que la chapa se saliese de su trayectoria. Si eso sucedía, había que comenzar de nuevo desde el principio. Ganaba el jugador que antes llegaba a la meta. Así de simple. Éramos niños, pero conscientes de que siempre había que echarle imaginación a falta de dinero. Hoy las cosas han cambiado. Los niños dejan de ser felices cuando se les agotan las pilas a unos juguetes que les idiotizan. Pero, claro, la idiotez nunca es mala para el que la posee sino para el que la sufre.

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