lunes, 2 de enero de 2017

Leer perjudica a la ignorancia





Muchas editoriales se alegrarán de que obras de importantísimos autores ya sean de dominio público al haber perdido sus herederos los derechos de autor y cumplirse el plazo marcado en la ley. Es lo que tiene de bueno para unos y de malo para otros la prescripción, o sea, la pérdida de dominio. Y eso sucederá con autores de la talla de García Lorca, Valle Inclán, Unamuno, Muñoz Seca, Ramiro de Maeztu… Otros, en cambio, no interesan a casi nadie, como es el caso de José Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo, etc. Aunque hace ochenta años desde su muerte, sus posibles lectores, de tenerlos, ya pasan del siglo y, por tanto, están muertos. En realidad un autor muere cuando deja de tener lectores, de la misma manera que un individuo desaparece para siempre cuando deja de ser recordados. ¿Quién lee hoy a Elena Quiroga, Agustín de Figueroa, Concha Espina, Agustín de Foxá, Mercedes Formica, Julia Maura, Vital Aza…? ¿Quién recuerda aquella colección de  “La novela del sábado” que irrumpió en los quioscos en abril de 1953 al precio de seis pesetas? La novela del sábado, como escribió  Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, “suministró a sus lectores una mezcla de autores españoles pertenecientes a las generaciones anteriores a la guerra, autores de posguerra, del siglo XIX y autores extranjeros de prestigio. Asistió puntualmente a la cita con sus lectores a lo largo de cien números semanales,  desde abril 1953 hasta marzo 1955”. Ójala volviesen a los quioscos  novelas breves de autores varios –no importa quiénes- a precios asequibles y que las nuevas generaciones sintiesen deseos de leer. No sé quién dijo aquello de que “leer perjudica gravemente la ignorancia”. Cierto. Debería ponerse en todas las tapas de los libros de forma obligatoria al igual que se hace con las cajetillas de tabaco y su relación con la pérdida de la salud.

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