sábado, 21 de enero de 2017

Veneros incógnitos




Cuando necesito viajar sin salir de casa acudo a los viejos libros que ya casi me sé de memoria de tanto repasarlos. Cuenta Gregorio Marañón en su prólogo a Nuevo viaje de España, de Víctor de la Serna, que “si no fuera por la Cueva de Montesinos, la Mancha no sería un país inmortal, sino una estepa como cualquier otra”. (…) “Hay varias Españas y no una sola: la España hidalga, la España negra, la del sol, la de la pandereta. Todas son verdaderas”. Pues bien, en ese viaje de los foramontanos al que hace referencia De la Serna existe un recorrido, el que partiendo de Santander baja por Luzmela hasta Reinosa y continúa por Frómista, Palencia y Valladolid, hasta llegar a Toro. Pero en la Ciudad de doña Elvira no se detiene. Aquel “vergel”, como le llamara Lope de Vega, ya había abandonado por aquellos años 50 del siglo XX el cultivo del vino para dedicarse a otros más intensivos como la remolacha o el maíz. Pero los vinos, sin embargo, de los que dejó constancia el Arcipreste de Hita, que protegieron los reyes con Cartas y los demandaban los monasterios norteños de la Península para el consumo, siguen siendo hoy fuente de ingresos, como bien señala Miguel Hernández Caballero en su libro Toro, ciudad de realengo. De la identificación de Toro con su vino queda constancia en la Crónica de Alfonso XI:

“En Toro cumplió su fin / e derramó la su gente. / Aquesto dixo Merlin, / el profeta de Oriente. / Dixo: el león de Espanna/ de sangre fará camino. / Matará el lobo de la montanna / dentro de la fuente del viño. / El león de Espanna / fue el buen rey ciertamente. / El lobo de la montanna / fue don Johan el su pariente. / E el rey cuando era ninno / mató a don Johan el Tuerto; / Toro es la fuente del vino / a donde don Johan fue muerto”.

Pues bien, De la Serna prefiere acercarse hasta Florencia, a unos 16 kilómetros de Toro, una explotación agrícola de 700 hectáreas perteneciente a una fundación en la que se forman capataces en régimen de internado. Y en la cocina se encontraba Flora, que, como cuenta De la Serna, inventó un gazpacho. Y así lo describe:

Para cuatro personas: pélense y píquense un pepino bien maduro terciado, un pimiento verde tierno y carnoso del tamaño de una naranja, tres tomates gordos apunto de madurez. Aparte, póngase a remojar durante una hora, en una mezcla de agua y vinagre (no muy fuerte) por mitades, una barra de buen pan. Cuézase una remolacha bien roja, gorda y sana. Unido todo, por el orden expuesto, bátase en una licuadora, añadiendo dos o tres cucharadas de aceite de oliva virgen y una pizca, como de un cuarto, de diente de ajo. Añádase agua en una sopera hasta darle una consistencia de puré ligero, y sírvase con un cubito de hielo en cada taza.

 En su prólogo, Marañón dice, y dice bien, que el primer viajero español, de España, es Antonio Ponz Piquer, que firma en 1772 con el pseudónimo de Pedro Antonio de la Puente su primera edición:

VIAGE/ DE ESPAÑA, / O CARTAS, / EN QUE SE DA NOTICIA/ De las cosas más apreciables. / Y DIGNAS DE SABERSE/ QUE HAY EN ELLA, / SU AUTOR / DON PEDRO ANTONIO DE LA PUENTE. / MADRID, MDCCLXXII. / Por DON JOACHIN IBARRA…


El libro de Víctor de la Serna (Prensa Española, Madrid, 1959) lleva un epílogo de su hijo, Alfonso de la Serna. Entiende que su padre fue un zahorí:

“Su pluma era como un breve tirso de avellano e iba tocando con ella veneros incógnitos, como con una vara mosaica”.

Como decía al principio, estoy convencido de que se puede viajar sin salir da casa. Y terminaré como había empezado: con la Mancha, con una crónica que Víctor de la Serna escribió para ABC:

“Te digo, compañero, que el agua que no se ve y se presiente duele como un mal amor…”.

En suma, hay que saber viajar a nuestra particular cueva de Montesinos, donde don Quijote se quedó dormido por espacio de una hora y que a él le parecieron tres días. Allí se encontraba el sepulcro con el cuerpo de Durandarte. Las páginas de los libros arrastran oro en forma de letras como las aguas del Sil lo lleva en forma de pepitas. No es necesario poner el pie en el pescante del vagón de tren y esperar a que silbe. La lectura viajera no necesita cabalgadura.

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