domingo, 12 de febrero de 2017

Desiderio Carcagent





A Desiderio Carcagent le gustaba circular en bicicleta paralelo al balasto de la vía férrea. Decía que así adelantaba mucho para ir a los sitios. Era consciente de que  los constructores del ferrocarril MZA  prefirieron las curvas que los repechos, aunque los trayectos fuesen más largos. Lo había leído en la tesis doctoral del geógrafo Alfonso Escudero Amor, titulada “El sistema de transporte de mercancías por ferrocarril como factor estratégico para el desarrollo sostenible del territorio”. A Desiderio le habían contado que en ocasiones se encontraban carteras que los ladrones robaban a los viajeros y que, tras quitarles el dinero, las arrojaban por la ventanilla de retrete. Pero Desiderio Carcagent nunca se había encontrado cartera alguna durante sus recorridos, aunque no perdía la esperanza. Yo no sabía para qué la querría si no portaba dinero en su interior. Si acaso, un carné de identidad, una estampita del beato Valentín de Berrio-Ochoa, o de una antigua novia, o el ticket de una compra en  Almacenes Sepu. Nada de valor. Desiderio Carcagent era conocedor de los kilómetros recorridos por los mojones existentes en el trayecto, y necesitaba tener buen pulso con el manillar cada vez que circulaba sobre las chapas de los puentes de hierro. Debajo se divisaba el río Jalón o un barranco seco. Alguna vez a punto estuvo de pillar con la rueda delantera un fardacho que permanecía inmóvil tomando el sol. Pero con su presencia, rápidamente  huía para esconderse en la yesca o en unos abrojos. A Desiderio le contaron que en Extremadura se vendía en los mercados de abastos lagartos ocelados para ser cocinados y que por esa causa a punto estuvieron de extinguirse. Solían hacerse a la parrilla. Pero también se comían, según dejó escrito Miguel Delibes, los roedores de arroyo en Castilla y las ratas de agua en Zamora, que se cocinaban con arroz. En Aragón a las ratas de agua les decían topos, cuando no eran topos sino ratas de rabo corto; pero, dicho así, los comensales perdían el asco. Y en el País Vasco gustaba la leche tibia azucarada, a la que se añadían pedazos de pan y trozos pequeños de bacalao. A veces, Desiderio y yo nos encontrábamos por algún descampado cerca de las desaparecidas cuadras de Antón Esteras, a tiro de piedra de las primeras casas de Calatayud. Desiderio se apeaba de su bici y charlábamos un rato a la sombra de un árbol. Desiderio era culto y tenía conversación. Todo hombre debe esforzarse en vivir con dignidad y aprender a sacarle gusto a la monotonía. Pedalear ayudaba.
--Oiga, José Ramón, ¿usted cree que constituye pecado comer fardachos en viernes de Cuaresma?
-- Ahí ya no llego.
Desiderio, ante la duda, consideraba que sería mejor dejarlos en salmuera hasta el Domingo de Resurrección, cuando a los altares de las iglesias les quitaban los velos del color de la violeta de genciana. Así se evitaban remordimientos de conciencia. No traía cuenta que san Pedro pudiese atizarle en la aduana celeste con la hebilla de su cinto.

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