domingo, 26 de febrero de 2017

El error, manantial de constante zozobra





La bella Luzmari, que se había llevado a la procesión un librito de versos en forma de Kempis con ilustraciones de Valeriano Domínguez Bastida, intentó aprenderse de memoria, moviendo levemente la comisura de los labios la Rima XXXVIII,  que empezaba con aquello de: “Los suspiros son aire y van al aire,/ las lágrimas son agua y van al mar…”. Luzmari, muy prudente, se situó a un lado del barranco para no estorbar en las tareas de hinchar de nuevo la rueda de la peana ni a las comadres en sus ponderadas jaculatorias. Procuraba absorber en su cabeza la vasta complejidad de unas inefables locuciones que se disfrazaban muchas veces con la alegoría. También, para alejar de ella la mirada concupiscente del sátiro Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y comerciante al por menor, que mataba dos pájaros de un tiro. A un mismo tiempo le daba caña al bombín y fijaba su vista sobre los ligueros y los muslos de las señoras cofrades que estaban cerca, cada vez que se tumbaba tripas arriba  para comprobar si estaban tensados los radios en la llanta. Pedro Cedrés gastaba hechuras de semental, sin detrimento de otras virtudes. Era un apasionado lector de literatura pía, como la Hoja parroquial, o El libro de oro, de Juan de la Presa. Recuerda el cronista que Pedro Cedrés estaba metido de lleno por aquellos días con la lectura de Vibraciones de mi alma,  ayudaba desinteresadamente en la catequesis los domingos por la tarde, hacía esmerados bocetos de su futuro botafumeiro, rotulaba con su fina caligrafía cajas de bragas, sujetadores y calzoncillos de la mercería de Luzmari, y encajaba cursis ramitas de tomillo en el ojal de la solapa de su americana. Esto último no era una virtud como para lanzar cohetería. Lástima que poseyese aquel hálito de voyeur, que le quitaba brillantez a sus esclarecidas virtudes. Era  capaz de meter la cabeza en un horno de pan y mantenía su apego a las promiscuidades con el onanismo de amplio espectro. Naturalmente, todo se arreglaba mediante el posterior descargo de conciencia en la confesión. Pero, cuando Pedro Cedrés salía de la iglesia con las bendiciones puestas, pronto tornaba a las andadas, su inclinación natural, como si dejara atrás la tintorería, tomara fuelle y volviera por sus fueros para  volverse a ensuciar, a sabiendas de que el error es un manantial de constante zozobra y de que los enemigos del alma son tres, el demonio, el mundo y la carne, por este orden. Pedro Cedrés, a criterio de este  cronista fue un intelectual de secano. Tomó conciencia de que la inopia conllevaba pareja el mejor motivo de medro para los ambiciosos en este mundo de abrojos, sabedor de que, cuanto menos se conoce, más se cree; y de que, cuanto menos se comprende, más se admira. El cura, cuyo nombre desconoce el cronista, también se percató de ello desde que lo aprendiese en el seminario. Explotó la mina a cielo abierto en lo más profundo de la sutura del barranco, entre tomillos, aliagas, alacranes, y lagartijas de rabo cortado. La calle era la verdadera casa de todos.

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