jueves, 9 de febrero de 2017

Licarión González Garrafé





Licarión González Garrafé fue pastor de ovejas, sabe tocar la armónica y conoce el tiempo que va a hacer por las nubes que pasan. Licarión me contaba el otro día la suerte que tenemos de ser españoles. “Imagínese -me decía- si llegamos a nacer en Alemania sin saber  alemán, o en China sin conocer el mandarín…”. Licarión es un tipo calmado y alma de cántaro. Hace años compró una viña próxima al oleoducto Rota-Zaragoza, arrancó las cepas y plantó unas hileras de albérchigos de las variedades moniquí y paviot. También se hizo con una moto-bomba Prat para sacar agua de un pozo y poder regarlos sin contador municipal. Cada vez que puede, se acerca a su terruño y se dedica a retirar pedruscos. Cuantos más quita, más piedras afloran a la superficie. Es el cuento de nunca acabar. Licarión González Garrafé domina el arte de liar pitillos con una sola mano y enciende las cerillas en la suela de su bota, como había visto en las películas del Lejano Oeste.
--Oiga, José Ramón, ¿usted cree que las putas muertas en la folla pueden ir a seno de Abraham?
--Hombre, no sabría decirle.
--¿Le apetece un trago?
--Venga.
Sentados en un ribazo bebemos vino de garnacha de una bota. Licarión aflora la filosofía que lleva dentro. En el bolsillo de su chaqueta asoma la esquina de una sobada novela de Marcial Lafuente Estefanía.
--Hace poco leí algo que me tiene preocupado en el libro “Aragón a la brasa”. Según se cuenta, un tal Pascual Miñambres, que llevaba sepultado casi cincuenta días apareció por su casa como si no hubiese pasado nada. A la mañana siguiente aparejó el macho y se fue a faenar. Dicen que vivió otros veinte años haciendo vida normal y que cuando se murió de verdad le prendieron con un bidón de gasolina. Y un vecino que asistía a todos los entierros dijo: “Ese ya no vuelve”.
--¿Y volvió?
--Eso ya no lo pone en el libro.
Al anochecer regresamos al pueblo subidos en la guzzi picaraza. Licarión la conduce, yo voy de paquete. Las campanas de la parroquia avisan de las vísperas en honor de san Trifón, santo milagrero que fue capaz de amansar basiliscos con la imposición de manos. Supongo que esos milagros harían referencia a ese ramillete de solteronas malhumoradas que cantan en los oficios religiosos aquello de “venid adoradores, adoremos…”, que mean de pie, que no se dejan palpar ni tienen con quién medirse el gusto.

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