jueves, 16 de febrero de 2017

Porfirio Violadé, cronista oficial





No hay nada más triste que ser cronista oficial de una aldea entre el macizo del Tremedal y la Carbonera, o sea, en plena sierra de Albarracín, donde nunca pasaba nada salvo el tremendo frío invernal. Sólo quedaba en el recuerdo de su historia los Banu Razin, aquella familia bereber que en el siglo X levantó su propio reino tras desmembrarse el Califato de Córdoba. Por aquellos parajes discurre el río Guadalaviar que cambia su nombre por el de Turia a medida que avanza y aumenta su caudal en dirección a Valencia. Porfirio Violadé Calomadre se había jubilado de maestro nacional al cumplir los setenta años de edad y había sido nombrado cronista oficial en un pleno municipal donde, además, se le acreditaba como hijo adoptivo. La corporación tuvo serias dudas a la hora de tomar tan importante decisión. La mitad de los ediles votaron a favor de don Porfirio. La otra mitad menos uno de ellos, que se abstuvo y que tenía fama de raro, se inclinaban a favor de Isaías Clerencia Patufet, jefe de estación, presidente del jurado de los últimos Juegos Florales, experto jugador de tute habanero y cursillista de Cristiandad. Pero finalmente salió elegido don Porfirio, al que le adornaban esclarecidas virtudes, sabía solfeo y era el autor del Himno a san Maglorio, santo patrono cuya onomástica se celebraba cada 24 de octubre, y sobre el que Juan A. Lasierra, al que tal nombre de santo le llamaba la atención, dejó escrito en Heraldo de Aragón que “fue un santo bretón, obispo y abad, hombre de profunda cultura, amante de la naturaleza, que conocía el griego, estaba familiarizado con Horacio y Ovidio y tenía por libros de cabecera la Biblia y Virgilio”. Pero Virgilio no era un libro de cabecera sino el nombre de un poeta latino autor de las Bucólicas, de tradición pastoril y con temas inspirados de los Idilios de Teócrito. Y don Porfirio, que necesitaba incluir algo en su libreta de crónicas y que nada digno de mención podía destacar de aquella aldea, decidió escribir algo sobre Vitoria, ya que él era vitoriano de nación. Untó la plumilla en el tintero y comenzó de esta guisa: “Parece que Leovigildo formó un núcleo urbano que se llamó Victoriano…”, etcétera. Cuando cerró la tapa de su libreta se quedó pensativo. Un tren de mercancías silbó antes de entrar en agujas. En el andén le esperaba banderín en mano don Isaías Clerencia, que aquella semana lucía bajo el uniforme de ferroviario el hábito de Nuestro Padre Jesús, que consistía en una camisa morada con cordón amarillo a modo de fiador que terminaba en borlas. Las promesas penitenciales había que cumplirlas aunque fuese una costumbre en desuso.

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