martes, 21 de febrero de 2017

Ringlera en punto muerto





Doña Elvira era comprensiva con Miguelito Laredo, alias Camagüey, y le eximía del precio de la entrada aún pasando por alto que fuera soltero. Los mozos tenían que abonar cincuenta pesetas en la taquilla sin excusa ni pretexto, pero Miguelito Laredo, alias Camagüey no, que hacía gasto, al contrario que aquellos gañanes de baja estofa que sólo pretendían restregar la cebolleta a palo seco y sin la ayuda de nadie, que ya se valían ellos solos si las jóvenes se dejaban, que alguna de ellas se dejaba a fuer de insistir con falsas promesas. Pero las jóvenes iban al baile todos los domingos y fiestas de guardar muy bien aleccionadas por sus madres, que no les consentían arrimarse bailando el fox-trot, el tango, el bolero, o la mazurca. Aquellas madres de entonces siempre evitaban que sus hijas pudieran ponerse cachondas con el meneo del bugui, o de la yenka, o quedarse preñadas en una era, el lugar del monte adonde acudían las parejas a echar un quiqui, aplicándose en la técnica de un rápido mete y saca. La juventud femenina de aquel pueblo era de natural agradecido y se conformaba con sólo poder sentir el dedo índice del amante en el corazoncillo de su potorro, que lo substancial era saber medir el gusto con discernimiento y sin correr otros riesgos que los inevitables, también sorteando que alguien lograse distinguirles y describírselo más tarde a las harpías de tres hopos que no se les separaba jamás del cuerpo. Las mismas comadres que aquella aciaga tarde lucían peineta, traje de chaqueta negro, zapatos de medio tacón y rosario de alpaca entre los dedos, frenadas detrás del podio procesional en medio de la rambla y sobrellevando con mohíno estoicismo el instante en el que el páter pudiese dar con el truco del parche de la pinchadura de la rueda de su velomotor. Pero no aligeraba en su compostura. Áurea Castrejón Brindis entró en su casa e irrumpió en el balcón de modo casi instintivo, alcanzando a advertir con todo lujo de pormenores cómo la ringlera seguía en punto muerto en lo más recóndito de la hoya, entre lagartijas de rabo cortado y alacranes que se escondían bajo los pedruscos huyendo de la bulla. Doña Elvira estaba en el corrillo de las correveidiles de la peineta y el rosario, con la vela de cera en una mano y el aventador en la otra, batiéndolo con desaire de un lado para el otro. Los hombres se volvieron a marchar hasta el parapeto encalado a fumar otro cigarro de ideales y a exonerar las zambombas. El  calor era chinche, Áurea Castrejón Brindis, hembra de tronío, ordenó a Miguelito Laredo, alias Camagüey, que bajase una alcarraza con agua fresca para que los fumadores pudiesen proyectar con tino un buchito al baúl de las tripas. Áurea Castrejón Brindis hacía obras de misericordia a su manera y daba de beber al sediento, que es labor de caridad.

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