sábado, 18 de febrero de 2017

Sénsuum deféctui




Difícil le resulta hoy al cronista poder recordar, después de haber transcurrido medio siglo, el nombre del santo alzado sobre la peana. Le sorprendió, eso sí lo recuerda, que el cura de aquel pueblo perdiera las buenas composturas y se arremangase los ropones rituales en medio del  barranco. Cuando consolidó el carricoche con un guijarro de la seca hoya se dispuso a arreglar la punzada de la aliaga, o de la tachuela, o de uno de los clavos de Cristo, en una de las ruedas de su velomotor, rodeado de tomillos y marianillas a las que los vecinos conocían como cardos borriqueros. También, entre alacranes y zarandillas de rabo cortado. En aquella reseca rambla todos los reptiles tenían las pencas cercenadas. Siempre les volvían a crecer aunque más cortas, como sucedía con los esquejes de los geranios que Áurea Castrejón Brindis lucía en ventanas y  balcones. A Áurea Castrejón Brindis le subyugaban los tiestos con geranios, clavelinas y buganvillas, la pintura a la aguada y saltar de la cama con el aviso de la diana floreada de su  presumido gallo Timoteo. Un poco de luz puede disipar mucha oscuridad en el instante en que más huecas estaban las cárdenas campanillas de los dondiegos de noche, que retoñaban casi espontáneamente en la trasera de su vivienda, junto al banco improvisado con dos traviesas de la vía férrea durmientes sobre sendas pilas de adobes.  Ahí solía sentarse Áurea para leer poesía, para hacer ganchillo o  para echar un vistazo a los cerezos en flor, cuando los cerezos tenían flor, que siempre los cerezos no tenían flor, ni los bergamotos ni los manzanos de baja alzada que producían la espédrega de Agramunt, una variedad de poma carmesí de agradable paladar y bastante agradecida cuando permanece varios días en el frutero; cosa contraria a lo que sobrevenía con la manzana reineta, que se arrugaba pronto y sólo servía para hacer compota, o para lanzarla de sobaquillo a la albarda gallinera, que lo devoraba todo por propio instinto. El cronista recuerda a pesar de los años transcurridos que allí seguía el clérigo tirado como un andrajo, sin poder correr las estaciones ni andar novenas ni aspergear ni cantar el Pange lingua ni el Tántum ergo, entre una pareja de monaguillos de jornada. Permanecía derribado boca arriba como un odre, sobre el cobertor que le había bajado al barranco una vecina del pueblo, en un inútil esfuerzo por evitar en lo posible que éste no se manchase la ropa talar, o sea, la sotana; ni tampoco los paramentos de culto; es decir, el manípulo, el amito, el alba,  el roquete, la casulla, la estola,  el cíngulo, la capa pluvial y puede que más prendas de uso común en un oficio en el que sólo se prescindía del casco protector y de las botas con suela y puntera de acero, como llevan en su sitio los chatarreros y los encofradores. El Libro del Martirologio, el bonete, el escapulario  y el incensario se los había traspasado el cura provisionalmente al sobrestante y concejal de Cultura Pedro Cedrés, que tenía un rabo de hijos pequeños y auxiliaba en la catequesis en la medida de sus fuerzas los domingos por la tarde.

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