jueves, 26 de octubre de 2017

Dos exposiciones interesantes





Los recuerdos se van borrando de la mente, o se quedan  varados en el hipotálamo, o en la amígdala, o en no sé dónde como una plomada en el fondo del río. Acabo de visitar la exposición en el zaragozano Palacio de Sástago, “Dicen que hay tierras al Este”, donde se hace continua referencia a los vínculos de Aragón con Cataluña durante los siglos XVIII-XX desde la perspectiva económica, artística y cultural. Me ha impresionado una carta manuscrita de  Santiago Ramón y Cajal y un gorro militar del general Prim igual que el que porta  en la batalla de Tetuán al mando de 446 voluntarios catalanes en el cuadro de Francisco Sans i Cabot (1865), o en el retrato extraído de El Museo Universal (número 40, pág. 316, Madrid, 4 octubre 1868).  Aprovecho para recomendar a todo aquel que sepa catalán el libro Guerra d’Àfrica (1859-1860) de Alfredo Redondo Penas (Cossetània Edicions)  Muy interesante. La exposición estará abierta al público hasta el 8 de enero. Y hace pocos días pude ver otra gran exposición, “Mirada y relato”, en La Lonja, sobre la obra de Ignacio Fortún, pintor y amigo. De entre todos los cuadros expuestos, me llamó la atención uno óleo sobre lienzo de 100x 80 pintado en 1985 y en propiedad del Ayuntamiento de Tauste. Se titula “Los calamares están duros”, algo parecido. A propósito de esa obra, recuerdo que en octubre de 1986 pude ver una exposición de Fortún que me impresionó. Era la primera que veía de ese pintor. Le escribí un artículo en Heraldo de Aragón y a los pocos días recibí un regalo suyo, consistente en el boceto a lapicero de aquella obra. Ahora, después de tantos años he logrado ver el resultado final, es decir, el óleo que no conocía. Reconozco que en el boceto que conservo en casa hay diferencias en las caras del camarero, la señora y la niña. El marido es igual, pero sin bigote. La niña lleva puestas unas gafas de buceo, en el regazo sostiene la misma cacerola, y come ese algodón de azúcar. La madre se está llevando a la boca una sardina en salmuera. Con la otra mano también porta el báculo lleno de caramelos. Todos ellos tienen aire de cansancio y parece que hubiesen hecho una pausa en el camino, derrotados de callejear y de visitar tómbolas de feria. Pero en el cuadro de Fortún no deja de llamarme la atención las miradas de todos ellos. Tanto la niña, vestida de baturra, como su madre, que pareciese no tener fuerza para hincarle el diente al bocadillo de duros calamares, permanecen silentes mirando hacia la supuesta calle; el marido y el camarero, en cambio, dan la sensación de que tuviesen la mirada perdida hacia el supuesto televisor donde se emite un programa tedioso. Ninguno de los cuatro tiene nada de qué hablar en lo que se me antoja como una tarde interminable. La exposición estará abierta hasta finales de año. Llaman la atención las pinturas de naves industriales y paisajes de tejados sobre chapas de zinc y aluminio que toman vida con el reflejo de lámparas. Son amaneceres y atardeceres de paisajes sórdidos, salpimentados con un cierto aire inquietante. Los recuerdos se terminan borrando, pero el arte permanece. Menos mal.

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