domingo, 14 de enero de 2018

Excéntricas piruetas





Esto de la nueva cocina y de la cocina de autor pude desquiciar a cualquiera. Según recoge El Correo, “el marido de la actriz británica Tracy-Ann Oberman, Rob Cowan, acudió junto a ella a uno de los establecimientos del cocinero Berasategui, que cuenta con ocho estrellas michelín. Estaban tomando un menú compuesto por catorce platos y ya desde el principio empezaron a sentirse extrañados de la presentación de uno de ellos, donde vieron una especie de piedra, rodeada de cuerda con un rollito blanco encima. Entonces, Rob cogió eso que parecía una servilleta y lo mordió, dispuesto a disfrutar de su sabor. No solo parecía una toallita, lo era. Según afirma Daily Mail, la pareja ha contado que el personal del restaurante se quedó horrorizado”. En un restaurante no tienes obligación de comerte todo lo que te pongan en el plato, por ejemplo una ramita de romero o una hoja de laurel. Pero un  restaurante que se precie tampoco debe colocar cerca de las viandas cosas no aptas para el consumo. Se supone que todo lo que hay en un plato o cerca del mismo es comible, aunque sean pétalos de flores. El hecho de poner una toallita enrollada junto al plato que se sirve en la mesa, por mucho que lo pretenda adornar, o que sirva para lavarse los dedos, no deja de ser una forma estrafalaria de servir un plato, ya sea en un restaurante con más galardones que un coronel africanista o en un cutre parador de carretera. Cosa diferente es ordenar que te quiten un ingrediente contenido en el plato. Tal vez el cocinero se enfade, si éste considera que sin ese ingrediente se destruye el equilibrio de sabores que buscaba al prepararlo. Pero no hace al caso. Si algo del contenido del plato no satisface al comensal siempre será mejor que pida otra cosa. En consecuencia, a Berasategui habría que cantarle el “agur jaunak”,  invitar al jefe de sala a comerse la puñetera toallita puesta sobre una piedra cerca del plato y desaparecer para siempre. A mi entender, los únicos que tenían derecho a quedarse horrorizados eran los comensales británicos; que, además de soportar las excéntricas piruetas culinarias de un supuesto experto en fogones, corrían con la abultada cuenta.

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