lunes, 9 de julio de 2018

Perderse por el camino de los mancos



Dejó escrito Ramón Gómez de la Serna que cuando tenemos descosida la manga y metemos el brazo entre el forro y la tela nos extraviamos por el camino de los mancos. Aquellos aventureros se colocaron sus respectivas escafandras, hicieron el signo de la victoria, cerraron herméticamente un ventanuco lateral en forma de óvalo y sonrieron al respetable antes de tomar contacto directo con las turbias aguas del Ebro. La Banda del Canal deleitaba a las autoridades presentes con un fragmento de “El rey que rabió”, las campanas del Pilar repicaban con fuerza y al deán le caían por las mejillas lágrimas de cocodrilo. Aquel batiscafo, construido en Averly, probado en el embalse de La Tranquera y homologado por la fontanería Asín y Francia, estaba fabricado para soportar altas presiones. Disponía de dos motores de Moto Guzzi Hispania, modelo Picaraza, periscopio de superficie y timón de a bordo. Antes de su botadura en el embalse de La Tranquera, en su casco se había estrellado una botella de sidra El Gaitero, al ser ese el único espumoso disponible en el bar Las truchas, de Nuévalos. Y ahora, dos meses después, ya se encontraba el batiscafo inmerso en el fondo del Ebro. En la megafonía salía la voz en off de Rosendo Tello interpretando al más puro espíritu de rapsoda un soneto con estrambote  y siete estruendos de cohetería a modo de salvas de ordenanza rompían el aire cerca del Puente de Santiago. Los había lanzado sin matar a nadie Francisco López Fallús, otrora jefe de del Servicio de Foniatría y Logopedia de la Cruz Roja. Mariano Espallargas, autor de “Astucia y furias de Luzbel”, intentaba sin éxito comunicarse con el interior del batiscafo, bautizado con el nombre de Diamante Negro y amadrinado por Justa Valduque Mamolín, más conocida como Inma Lago, que actuaba en el salón Oasis enseñando al que no sabía, que siempre era una obra de misericordia. Al instante algo emergió a la superficie. Era lo más parecido a un tubo acodado que giraba en todas las direcciones. El Alcalde, asustado, pidió al Arzobispo, recién llegado de Murcia, que exorcizase lo que se le antojaba como una hidra de tres cabezas, nombrada  en ocasiones por los más viejos del Arrabal;  y que, según  ellos, habitaba en el fondo del Pozo de San Lázaro. Anochecía. A pie de obra sólo quedó un retén compuesto por el capitán de fragata, de apellido Ramírez, que asomaba cara de miedo ante los abrojos de la vida, el ayudente del Justicia de Aragón, un par de bomberos y varios operarios  de  Grúas Tony. Las autoridades habían desaparecido en sus coches oficiales. A media mañana del día siguiente emergió el batiscafo. Sus ocupantes no habían avistado nada de interés, salvo unos siluros enormes, una roñosa moto Lube, adrales y ruedas de carros y restos de chatarra arrastrada por pasadas crecidas. La curiosidad mató al gato. Es mala cosa, como dijo Ramón, extraviarse por el camino de los mancos cuando alguien mete el brazo entre el forro y la tela de una manga de chaqueta descosida. A aquel batiscafo de agua dulce hundido en el Ebro, no sé si ideado por el doctor Franz de Copenhague, le pasó lo que a los chalecos. También decía Ramón que esas prendas sin mangas disponen de cuatro bolsillos para hacer concebir al que lo porta vanas esperanzas, o sea.

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