viernes, 5 de abril de 2019

Los audífonos de don Alberto



Alberto de Montecorvino Rigual y Castro decidió, durante un viaje a Andorra de ida y vuelta en el día, comprarse unos audífonos de tecnología pionera contra la sordera. Adquirió dos,  uno para el oído bueno y otro para el oído torpe, consciente de que cuando ambos oídos trabajasen juntos se escucharía mejor. A partir de aquel momento sólo tenía que cuidar de dos cosas: tener las pilas siempre en buen estado y ser esmerado en la limpieza de los filtros anticerumen. En el autobús de regreso, nada más pasar Oliana, se los colocó con sumo cuidado y descubrió que hacían unos ruidos parecidos a los que salían de la radio cuando escuchaba cada noche hasta la amanecida Radio España Independiente. Pensó que el autobús generaría interferencias. Pero en una parada improvisada, donde cada viajero tuvo que enseñar todo lo comprado a una pareja de la Guardia Civil, Alberto de Montecorvino Rigual y Castro se hizo el despistado, siguió con los audífonos en su sitio y sólo declaró cuatro cartones de chester, un queso de bola holandés y dos botellas de Langs supreme, un güisqui poco afamado. Su vecino de asiento corrió peor suerte. Llevaba en varias bolsas de plástico seis quesos de bola, cinco latas de mantequilla Breda, siete cartones de Player’s Navy Cut, ocho botellas de Drambuie, otras cuatro de Baileys, una vajilla completa de duralex y un dildo  Iriscup de doble vibración que le había encargado su amiga Marlén, que regentaba el videoclub de la parroquia.  El dildo iba muy bien envuelto en una cajita alargada. Cuando el guardia le preguntó sobre qué era aquello, el vecino de asiento le contestó circunspecto que se trataba de un cepillo de dientes eléctrico, que en España eran difíciles de encontrar. Aquel guardia, que se lavaba los dientes con Denticlor sólo el día de la fiesta de la patrona del Cuerpo; y que, también, aprovechaba ese día para limpiarse la hebilla del correaje y los botones de la guerrera con sidol, hizo la vista gorda no sin antes indicarle que se lo guardase en el bolsillo de la americana. “Mire -le dijo el guardia levantando un dedo-, guárdese eso tan raro antes de que le detenga. Haré como que no lo he visto. Pero sobre el exceso de mercancías que lleva tendrán que pagar aranceles”. Al vecino de asiento no le quedó otra que pagar, montarse en el autobús y esperar a que arrancase. Cerca de Cubellas comenzó a llover a jarros.. Alberto de Montecorvino se había quedado dormido con la boca abierta y los audífonos puestos. Radio España Independiente  emitía desde Bucarest; y, a veces, salían a las ondas capítulos de La madre, de Gorki, o de El largo viaje, de Semprún. El régimen de Franco, que no sabía por dónde le soplaba el aire, se enteró muy tarde del lugar desde donde se emitía. Creo que fue en 1968. Alberto de Montecorvino llegó a Zaragoza, guardó los audífonos en un cajón de la mesilla de noche y nunca más se los volvió a poner en los oídos. No traía cuenta.

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