Alberto
de Montecorvino Rigual y Castro decidió, durante un
viaje a Andorra de ida y vuelta en el día, comprarse unos audífonos de
tecnología pionera contra la sordera. Adquirió dos, uno para el oído bueno y otro para el oído
torpe, consciente de que cuando ambos oídos trabajasen juntos se escucharía mejor. A
partir de aquel momento sólo tenía que cuidar de dos cosas: tener las pilas siempre
en buen estado y ser esmerado en la limpieza de los filtros anticerumen. En el
autobús de regreso, nada más pasar Oliana, se los colocó con sumo cuidado y descubrió que hacían unos ruidos parecidos a los que salían de la
radio cuando escuchaba cada noche hasta la amanecida Radio España Independiente. Pensó que el autobús generaría interferencias. Pero en una parada
improvisada, donde cada viajero tuvo que enseñar todo lo comprado a una pareja
de la Guardia Civil, Alberto de Montecorvino Rigual y Castro se hizo el
despistado, siguió con los audífonos en su sitio y sólo declaró cuatro cartones
de chester, un queso de bola holandés
y dos botellas de Langs supreme, un
güisqui poco afamado. Su vecino de asiento corrió peor suerte. Llevaba en
varias bolsas de plástico seis quesos de bola, cinco latas de mantequilla Breda, siete cartones de Player’s Navy Cut, ocho botellas de Drambuie, otras cuatro de Baileys, una vajilla completa de duralex y un dildo Iriscup de doble vibración que le había
encargado su amiga Marlén, que
regentaba el videoclub de la parroquia. El dildo iba muy bien envuelto en una cajita
alargada. Cuando el guardia le preguntó sobre qué era aquello, el vecino de
asiento le contestó circunspecto que se trataba de un cepillo de dientes
eléctrico, que en España eran difíciles de encontrar. Aquel guardia, que se
lavaba los dientes con Denticlor sólo
el día de la fiesta de la patrona del Cuerpo; y que, también, aprovechaba ese
día para limpiarse la hebilla del correaje y los botones de la guerrera con sidol, hizo la vista gorda no sin antes
indicarle que se lo guardase en el bolsillo de la americana. “Mire -le dijo el
guardia levantando un dedo-, guárdese eso tan raro antes de que le detenga. Haré
como que no lo he visto. Pero sobre el exceso de mercancías que lleva tendrán
que pagar aranceles”. Al vecino de asiento no le quedó otra que pagar, montarse
en el autobús y esperar a que arrancase. Cerca de Cubellas comenzó a llover a
jarros.. Alberto de Montecorvino se había quedado dormido con la boca abierta y
los audífonos puestos. Radio España
Independiente emitía desde Bucarest;
y, a veces, salían a las ondas capítulos de La
madre, de Gorki, o de El largo viaje, de Semprún. El régimen de Franco,
que no sabía por dónde le soplaba el aire, se enteró muy tarde del lugar desde
donde se emitía. Creo que fue en 1968. Alberto de Montecorvino llegó a
Zaragoza, guardó los audífonos en un cajón de la mesilla de noche y nunca más
se los volvió a poner en los oídos. No traía cuenta.
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