viernes, 12 de abril de 2019

Los gayumbos de don Aquiles



A don Aquiles Hijazo de la Caballería le compró su mujer unos gayumbos para que pudiera bañarse en el mar Mediterráneo durante los días en los que habían alquilado un apartamento amueblado en Miami Playa. Los gayumbos de don Aquiles eran tan escasos que con dificultad le tapaban sus partes pudendas. Don Aquiles le había encargado a su mujer que le comprase unos pantalones meyba color maleta, pero ella no se anduvo con melindres y se dejó convencer por el mancebo que atendía a la distinguida clientela con un metro a modo de estola detrás de un mostrador largo y reluciente de Confecciones Gómez.
--En el Mediterráneo, señora, se imponen este año los gayumbos color ceniza con flores de lis estampadas al sesgo. Otra cosa es que fuesen ustedes al Sardinero o a La Concha, no sé si me entiende.
--Si, allí son más hieráticos.
Don Aquiles Hijazo de la Caballería se probó aquel taparrabos delante del espejo colonial.  Se colocó, ya de paso, unas gafas ray-ban modelo aviador y un sombrero canotier con cinta negra que había adquirido en Nápoles, también una imagen de san Genaro, un año antes durante el viaje de sus bodas de plata. Aquella noche, cuando su mujer se había marchado a la cama, don Aquiles se quedó viendo la película  Muerte en Venecia, basada en la novela corta que escribió Thomas Mann en 1912. Hacía calor en el cuarto de estar. Don Aquiles Hijazo de la Caballería se mimetizó con Gustav von Aschenbach hasta el punto de que hasta le dio un fuerte apretón y tuvo que ir al excusado con urgencia. Era como su personal ataque de cólera morbo en forma de pedorretas. Al terminar la película se fue a dormir y tuvo un sueño horrible, donde se sentía morir como Dirk Bogarde, el personaje cinematográfico de la novelilla, sentado sobre una silla en la arena de la playa esperando la muerte. Cuando se despertó a la mañana siguiente, tenía todo el cuerpo empapado en sudor y unos pigmentos de clairol se le escurrían por la frente. Mientras se tomaba el café del desayuno escuchó el adagietto de la Sinfonía número 5, de Gustav Mahler.
--Nos llevaremos la maceta con el alhelí y el san Genaro. Ah, pruébate los zapatos, no me vengas luego diciendo que te hacen daño.
--Sí, claro…
Don Aquiles Hijazo de la Caballería salió a la calle en busca del ABC. Solía empezar a leerlo por las esquelas.  El vendedor de ajos montaba su tenderete cerca del garito del ciego en el estallido albo de la mañana. Y los gorriones saltarines avizores sobre las ramas de las acacias, siempre alborotando.

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