lunes, 6 de mayo de 2019

Tiendas de desavíos


 
Las tiendas de desavíos, casi no quedan, eran aquellos pequeños colmados que había en todos los barrios de las grandes ciudades y que servían para un roto y para un descosido, o sea, para ese paquetito de sal o de azúcar que se te había terminado justo el sábado por la noche, cuando todas las grandes superficies acababan de echar el cierre. No pasaba nada. A la mañana siguiente te acercabas a la tienda de desavíos de la esquina y adquirías aquello que te faltaba, siempre que no se tratase de algo muy sofisticado. Pero aceite, vinagre, latas de conservas, pan rallado, las pastillas de “avecrem” para hacer sopa, vino peleón, cerveza, vermú casero, anís “Machaquito”, congrio seco, sardinas de salazón en tabal y alguna fruta nunca faltaban. Eran como la funeraria, de servicio permanente. Al frente de la tienda de desavíos siempre estaba un señor con bata azulona fumando “caldo” y con un lapicero sobre la oreja. Y sobre una silla de anea y a medio doblar, un ejemplar de  7 Fechas, fundado por el alavés Lucio del Álamo, que dejó de editarse en 1977 por la Delegación Nacional de Prensa y Radio del Movimiento. Ahora quedan otras tiendas de desavíos pero sólo funcionan en épocas muy señaladas. Me refiero a esos chiringuitos que se montan fuera de los cementerios coincidiendo con la festividad de Todos los Santos para vender malvas y crisantemos; los que se instalan en la periferia de El Tardón mientras dura la sevillana Feria de Abril, donde se puede adquirir un lote de “botellón” completo para que la fiesta no decaiga; o esas churrerías levantadas en barracas que hoy se izan y a los diez días desaparecen, como los carruseles de caballitos, las carpas de los circos y las hojas de los chopos, siempre otoñando.

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