Todavía relaciono las navidades con el economato que había en la fábrica de azúcar en la que trabajaba mi padre, donde comprábamos los turrones y dos botellas de sidra ‘El Gaitero’, que era el ‘champán’ de pobres que tomábamos en casa: una por Nochebuena y otra por Nochevieja. Alguna vez, no muchas, alguien nos regalaba una botella de cava ‘semi-seco’, pero su sabor se me antojaba como lo más parecido a la ‘purga de Benito’, que nunca supe quién era ese señor, aunque no sé quién me aclaró que se trataba de cuando un tipo fue a la botica en no sé de qué villorrio para que le proporcionasen un purgante que recetado por el médico para aliviar su estreñimiento. Pro antes de que el boticario se lo sirviese, el cliente comenzó a sentir retortijones de tripas que presagiaban una inmediata necesidad de exonerar el vientre. Con prisas recogió el laxante y, antes de pagarlo, se puso a correr a calzón quitado por el cercano y pedregoso barranco echando pedorretas como si fuese sobre una moto. Ya más aliviado, volvió a la botica y pagó su importe. Siempre le pedíamos a mi padre que dejase salir el tapón de la botella de sidra contra el techo, hasta que un día rompió una lámpara con la que mi madre estaba muy encariñada. Tuvimos que recoger algunos desconchados del techo que habían caído sobre el mantel. Un desastre que no impidió que celebráramos la cena con una tensa armonía. Por suerte, el besugo horneado todavía no había llegado a la mesa. Aquel tapón salió con la fuerza de otr corcho, del que salía del cañón de mi pistola de hojalata empujado por un resorte. La diferencia era que el tapón de la botella de sidra no tenía un cordel como el juguete. Estuve tentado de escribir una carta a los señores Valle, Ballina y Fernández, de Villaviciosa, para que incorporasen un chicote a los tapones de las botellas de sidra, pero mi padre me quitó esa peregrina idea de la cabeza. Si acaso -me indicó- la carta se la deberías escribir al doctor Franz de Copenhague para que la incorporase a la sección “Los grandes inventos del TBO”. Comprendí que tampoco era mala idea. La carta nunca llegué a escribirla. Han pasado muchos años y todavía me arrepiento de no haberlo hecho. Seguro que habría evitado que hubiese tantos tuertos.