Algunos diarios, cuando se acercan los últimos días del
año, acostumbran a hacer un somero análisis del mismo y de las cosas que
sucedieron para bien y para mal. Es como un examen de conciencia, nunca un propósito
de enmienda, como sería lo deseable. El tiempo pasa muy deprisa y la catarata
de información de hoy se torna en vieja reliquia una semana más tarde. Es como si
nuestro cerebro tuviese un resorte que nos indicase la caducidad de las
noticias, como si se tratasen de latas de conserva. No digamos nada si tratamos
de recordar noticias de hace medio siglo. Entonces la amnesia casi es total. En mi ciudad, Zaragoza, como sucede
en todos los lugares de España, también pasaron cosas hace cincuenta años
aunque, curiosamente, parezca que todo aquello que no acaeció en Madrid, no transcurrió
en ningún otro sitio. Pues bien, aquel año 1975 fue convulso: murió Franco; perdimos el Sahara; se restauró
a la Casa de Borbón después de 44
años; la prensa se convirtió en “el tonto del paseo” con múltiples oleadas de
secuestros de revistas de actualidad por la censura y tuvimos que aprender a
leer entre líneas; el periodismo se transformó en una profesión de riesgo; se
cumplieron seis sentencias de muerte por terrorismo con la aplicación del Código
de Justicia Militar; continuó Arias; se levantó la prohibición de que el ‘Giralda II’ pudiese repostar en España y levar anclas de inmediato, y Juan de Borbón aprovechó ese breve tiempo para entrevistarse con su hijo en Mallorca. ¿Qué se dijeron? Posiblemente, el padre le reprochó a su hijo que le había robado su puesto en la Historia. Y estaba en lo cierto.
El país era presa de una tormenta de grandes miedos y cortas esperanzas. Todos
hacíamos cábalas y el país se llenó de agoreros. El paro era una de las grandes preocupaciones y el ‘búnker’ se resistía a perder sus privilegios. El
artículo 103 de la Ley de Procedimiento Laboral hizo estragos en todo el país,
también en Zaragoza. Entre ellos, en la empresa belga ‘Van Hool’, fabricante de carrocerías para autobuses y en‘Laguna de Rins’, del ramo del metal. En
ambas sociedades los trabajadores tenían la razón, pero se quedaron en la puta calle.
En la primera de esas empresas, tras una asamblea que duró 5 horas, la empresa
despidió a once obreros. La Magistratura de Trabajo declaró nulos los despidos.
La empresa lo recurrió al Tribunal Central mientras se negaba a readmitirlos.
Más tarde, el Tribunal Central, por una cuestión de procedimiento, anuló todas
las actuaciones anteriores. Se volvió a repetir un juicio, con idénticos
resultados. Y la empresa, en consecuencia, se negó a readmitir a los 11
trabajadores se quedaron a la luna de
Valencia, sin seguros sociales, ni poderse acoger al seguro de desempleo, ni
colocarse a trabajar en otro sitio. En la segunda de las empresas, ‘Laguna de Rins’, los hechos arrancaban
de diciembre de 1973, cuando un enlace sindical de esa empresa faltó una mañana
al trabajo para asistir al entierro de 23 obreros que habían muerto
carbonizados en el incendio de ‘Tapicerías
Bonafonte’. La empresa le despidió por esa causa; pero el obrero ganó el
juicio en Magistratura. Coincidió el recurso al Tribunal Supremo de la empresa
con la incorporación del obrero al Servicio Militar. Tras licenciarse, la
empresa siguió negándose a su readmisión. Por razones que se desconocen, la sentencia
del Tribunal Supremo se traspapeló. Y pese a haberse pronunciado en junio a
favor del trabajador, no llegó a Zaragoza hasta el día 3 de diciembre. La
empresa volvió a denegar su reincorporación y tampoco le pagó sus salarios en
todo ese periodo. Así estaban las cosas hace cincuenta años. Y así las he
contado. Como sucede en los casinos, la banca (y los patronos) siempre ganaban. De aquello ya solo
queda polvo de hemeroteca, demasiadas familias pasándolo mal y muchas cicatrices cerradas en falso.