Leo en El Correo de Zamora la siguiente noticia: “El vino de Toro, presente en el descubrimiento de América”, o sea, en el primer viaje de Colón. Lo cierto es que por el libro “Rumbo a las Indias”, de Gonzalo Zaragoza, se conocen las provisiones para un largo viaje que se cargaron en las dos carabelas y una nao para un periodo de quince meses y agua para seis, y que la ración diaria solía constar de dos libras de bizcocho o galleta, una libra de tasajo o carne salada, un cuarto de libra de arroz o legumbres secas, y el equivalente a un litro de agua, tres cuartos de litro de vino, 50 gramos de vinagre y un cuarto de litro de aceite. Las medidas en el siglo XVI no se parecían en nada a las actuales. Los nombres variaban y una misma medida (la vara, la libra) podía tener distinto valor según las regiones. Así, una arroba podía pesar 25 libras (aproximadamente 11 kilogramos y medio), una pipa solía equivaler a 484 litros, etcétera. Cada marinero recibía su ración de comida en una escudilla de barro o en un plato de madera. La pitanza solía remojarse en vino, que se conservaba mejor que en el agua. Era normal recibir una sola comida caliente al día, a media mañana, preparada por los grumetes de cocina. Solo los oficiales utilizaban mesa, el resto se acomodaba como podía. Las frutas y verduras se agotaron en los primeros días de navegación. En ocasiones, la pesca constituía un complemento para su dieta. Ello fue causa de que hubiese muchos casos de escorbuto por carencia en las dietas de vitamina C. Pero no se sabe a ciencia cierta de dónde procedían los vinos que se suministraban a bordo. Podían ser de Castilla, de León, o de cualquier otro sitio. Tampoco se conoce qué variedades de uvas se utilizaron en los lagares de la Meseta aquel siglo, al existir, entonces como ahora, las variedades de tempranillo (que allí se conoce como ‘tinta de Toro’), garnacha, verdejo, malvasía y albillo. Hay mucha leyenda sobre el tema. Ahora solo faltaría que los bilbilitanos dijeran que el cáñamo de las amarras de las tres carabelas procedía de Calatayud y su comarca, por aquello del trueque entre el cáñamo de esa zona aragonesa y el congrio seco de Mugía (La Coruña) que transportaban en carros. Todo son supuestos infundados, como la existencia del ‘Mar de la Oscuridad’, habitado por terribles monstruos. El miedo a lo desconocido y la fe en lo extraordinario marcharon a la par. Y el afán de lucro fue el motor de la aventura colonizadora. En el caso de Colón la busca de especias, que en la Península se pagaban a precio de oro compensaban los dos millones de maravedíes invertidos en gran parte por Luis de Santángel, judío converso y escribano de ración, y los 360.000 que fueron aportados por los vecinos de Palos de la Frontera como multa impuesta por saquear barcos portugueses en tiempos de paz. Portugal había renunciado con anterioridad a esa aventura.