martes, 1 de abril de 2025

Entre el miedo y la fe

 

Leo en El Correo de Zamora la siguiente noticia: “El vino de Toro, presente en el descubrimiento de América”, o sea, en el primer viaje de Colón. Lo cierto es que por el libro “Rumbo a las Indias”, de Gonzalo Zaragoza, se conocen las provisiones para un largo viaje que se cargaron en las dos carabelas y una nao para un periodo de quince meses y agua para seis, y que la ración diaria solía constar de dos libras de bizcocho o galleta, una libra de tasajo o carne salada, un cuarto de libra de arroz o legumbres secas, y el equivalente a un litro de agua, tres cuartos de litro de vino, 50 gramos de vinagre y un cuarto de litro de aceite. Las medidas en el siglo XVI no se parecían en nada a las actuales. Los nombres variaban y una misma medida (la vara, la libra) podía tener distinto valor según las regiones. Así, una arroba podía pesar 25 libras (aproximadamente 11 kilogramos y medio), una pipa solía equivaler a 484 litros, etcétera. Cada marinero recibía su ración de comida en una escudilla de barro o en un plato de madera. La pitanza solía remojarse en vino, que se conservaba mejor que en el agua. Era normal recibir una sola comida caliente al día, a media mañana, preparada por los grumetes de cocina. Solo los oficiales utilizaban mesa, el resto se acomodaba como podía. Las frutas y verduras se agotaron en los primeros días de navegación. En ocasiones, la pesca constituía un complemento para su dieta. Ello fue causa de que hubiese muchos casos de escorbuto por carencia en las dietas de vitamina C. Pero no se sabe a ciencia cierta de dónde procedían los vinos que se suministraban a bordo. Podían ser de Castilla, de León, o de cualquier otro sitio. Tampoco se conoce qué variedades de uvas se utilizaron en los lagares de la Meseta aquel siglo, al existir, entonces como ahora, las variedades de tempranillo (que allí se conoce como ‘tinta de Toro’), garnacha, verdejo, malvasía y albillo. Hay mucha leyenda sobre el tema. Ahora solo faltaría que los bilbilitanos dijeran que el cáñamo de las amarras de las tres carabelas procedía de Calatayud y su comarca, por aquello del trueque entre el cáñamo de esa zona aragonesa y el congrio seco de Mugía (La Coruña) que transportaban en carros. Todo son supuestos infundados, como la existencia del ‘Mar de la Oscuridad’, habitado por terribles monstruos. El miedo a lo desconocido y la fe en lo extraordinario marcharon a la par. Y el afán de lucro fue el motor de la aventura colonizadora. En el caso de Colón la busca de especias, que en la Península se pagaban a precio de oro compensaban los dos millones de maravedíes invertidos en gran parte por Luis de Santángel, judío converso y escribano de ración, y los 360.000 que fueron aportados por los vecinos de Palos de la Frontera como multa impuesta por saquear barcos portugueses en tiempos de paz. Portugal había renunciado con anterioridad a esa aventura.

 

El sexo de la primavera, dos mamotretos y un cipote real

 

Recuerdo que un maestro de escuela pedante decía a los niños: “También son nombres femeninos los de las estaciones del año, por ejemplo, la primavera. Se exceptúan el verano, el otoño y el invierno”. No entiendo que chavales de mi generación no hayamos terminados tontos. Nos hicieron saber los nombres de los reyes godos, y menos mal que a aquellos educadores no les dio por recomendarnos la lectura de los mayores libros del mundo, dos mamotretos del aspecto de un armario de tres cuerpos que contienen los nombres y las biografías de todos los dominicos de Viena muertos desde 1424 hasta la fecha. Se encuentran en el convento de la Orden de santo Domingo de Viena, adosados a una pared como si de muebles se tratase. Sus páginas de madera revestidas de pergamino se mueven sobre bisagras de las puertas. O ya puestos, una edición facsímil de 346 páginas y 1420 kilos de peso, cuyo original creado por Bèla Varga se encuentra depositado en el pequeño pueblo de Szinpetri (Hungría), elaborado con técnicas tradicionales de encuadernación. El libro trata sobre la flora y la fauna, las cuevas y la arquitectura de la región. Su autor explicaba que "es único no sólo por el tamaño sino por las técnicas: fue hecho como los códices antiguos, con tablas de madera de Suecia y con el cuero de 13 vacas de Argentina”. Se utilizaron tornillos especiales para hacer posible el torneado. Para pasar una página se necesitan 6 personas y una máquina. En cierta ocasión, Bèla Varga recibió del primer ministro de Bután una cola de yak, que en las pagodas de su país, ubicado en la cordillera del Himalaya, el pelo de cola de yak se utiliza para limpiar los libros budistas de polvo y atrapar su electricidad estática. El “Guinness” de los récords tiene premios absurdos. Verbigracia, que Ken Edward se comió 36 cucarachas en un minuto durante la transmisión de un programa de la televisión; ponerse el máximo de calzoncillos en un minuto;  preparar la mochila escolar en el menor tiempo; etcétera. Ignoro si los dueños de esos libros, los dos de Viena y el de Szinpetri, figurarán entre esos récords, de la misma manera que desconozco el verdadero tamaño del miembro viril de Fernando VII, y que Prosper Mérimée  lo definió como  “extremadamente fino en su base como una barra de lacre y grueso como un puño en su extremidad”. Su primera esposa, María Antonia de Nápoles, se casó con él a los 15 años, cuando el rey contaba con 35 y la historia señala que tuvo que intervenir el papa para convencerla de que debía mantener relaciones con su esposo, porque la primera vez que le vio desnudo casi se muere del susto. Falleció sin tener descendencia, como sus siguientes mujeres: Isabel de Braganza y María Josefa Amalia de Sajonia. Finamente, María Cristina de Borbón- Dos Sicilias, su última esposa, le dio dos hijas: Isabel y Luisa Fernanda. Pero al enviudar la reina, en 1833, volvió a casarse (en secreto) con el guardia de corps Fernando Muñoz, que recibió el título de duque de Riánsares, y con el que tuvo ocho hijos.

 

lunes, 31 de marzo de 2025

Quia pulvis es...

 

 

La noticia es que uno de los tres hermanos varones Bayeu, fray Ramón Bayeu Subías, hermano de Francisco, cuñado de Goya (casado con la hermana de ellos, Josefa) y de Manuel, pintó un fresco en una de las cúpulas de la basílica del Pilar, frente a la capilla de san José. Y el pasado sábado la pintura tuvo un desprendimiento parcial con la mala fortuna de que le impactara en la nariz a un visitante. Desconozco los daños causados en la integridad física del visitante. El Cabildo Metroponitano, curándose en salud, ha pedido paciencia y precaución ante ese hecho imprevisto y ha delimitado la zona afectada. Qué menos. “Fíate de la Virgen y no corras” es una exclamación que combina irreverencia y pragmatismo. El origen de ese popular dicho data de la Primera Guerra Carlista, cuando  Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y aspirante al trono de España, nombró a la Virgen de los Dolores como Generalísima de sus ejércitos en un acto de fervor religioso. Pero, al poco de ese nombramiento honorario, las tropas carlistas tuvieron que huir en la batalla de Mendigorría en 1835. Y la expresión señalada salió de boca de uno de los soldados isabelinos, lo que produjo carcajadas entre la tropa. A la triste corte de aquel aspirante al trono le llamaban la corte de los “ojalateros”, ya que no hacían otra cosa que quejarse de lo ocurrido durante la Expedición Real (1837) de castellanos, vascos y navarros en su marcha por Cataluña y El Maestrazgo, y que tuvieron que batirse en retirada ante las tropas de Espartero y regresar derrotados a Vizcaya. Durante aquella retirada vergonzosa, los “ojalateros” se quejaba de lo ocurrido con frases que siempre comenzaban con “Ojalá…”. El 18 de mayo de 1845, Carlos María Isidro (falso Carlos V) exiliado  en Bourges (Francia) abdicó en su hijo Carlos Luis (quien adoptó el título de Carlos VI), con la intención de que contrajese matrimonio con su prima Isabel II. A su muerte en Trieste, en 1861, quedó como heredero al trono de esa dinastía en España su hermano Juan, aspirante a convertirse en Juan III, algo que también pretendió con ese nombre Juan de Borbón, pero aquellas pretensiones del hijo de Alfonso XIII fueron frenadas por Franco, por más que en el Panteón de Reyes de El Escorial, inexplicablemente, figurará con ese nombre cuando salga del pudridero (donde solo tiene acceso los agustinos desde 1885) y cierre la media naranja, cuya circunferencia se fragmenta en 8 tramos, donde faltan Felipe V, que reposa en La Granja de San Ildefonso; Fernando VI, que se encuentra en el convento de las Salesas Reales de Madrid; Amadeo I, enterrado en la Basílica de Superga, de Turín; y José I, cuyos restos yacen en Los Inválidos, de París. También, por supuesto, faltan sus correspondientes consortes, todas mujeres con la excepción de Francisco de Asís de Borbón, marido de Isabel II, apodado como doña Paquita, y que un día abandonó a la reina y se marchó a vivir con un tal Meneses. Lo cierto es que con la colocación de los restos del Conde de Barcelona (que nunca reinó ni en la baraja de don Heraclio) y de su consorte el panteón quedará con aforo completo. Ya solo quedará sitio, si acaso, en "El Jardín de los Frailes", sobre el que escribió con pluma magistral don Manuel Azaña Díaz. En una estancia de solo 16 metros cuadrados se resumen las pompas y las vanidades reales dentro de cofres de plomo de un metro de largo por cuarenta centímetros de ancho. El traslado de restos al Panteón también se celebra en la intimidad. Solamente asisten a la ceremonia un miembro de la comunidad agustiniana, otro de Patrimonio Nacional, un arquitecto (encargado de dirigir el desmontaje del murete del Panteón Real) y dos operarios. "Quia pulvis es, et in pulverem reverteris" (Génesis 3.19).

 

domingo, 30 de marzo de 2025

Las 'cestas'

 

El pasado viernes escribía sobre los raqueros, aquellos niños que se lanzaban al agua en la bahía de Santander para recoger monedas lanzadas por los marineros y que José María de Pereda plasmó con maestría en sus “Escenas montañesas”. Hoy recomiendo la lectura de “Santander fin de siglo”, escrito por J.M. Gutiérrez-Calderón de Pereda, con prólogo de Vicente de Pereda, hijo del escritor costumbrista. Fue publicado en 1935 por Ediciones Literarias Montañesas (Aldus, S.A., Santander). Como se señala en el prólogo, “los cuadros de Gutiérrez-Calderón no resultan literarios en el sentido que se da a esta palabra. Son como noticias escritas, con el estilo de un señor que escribe bien. Son hojas de un epistolario que se halla entre los papeles de una casa”. Pues bien, de entre esos relatos hay uno, “Las cestas”, donde se cuenta que “un viejo cochero llega de vuelta y de noche a Santander, con su ‘cesta’ remendada y con más ataduras que un patache. El cochero, alcohólico perenne, se hace un lío entre las calles y las luces de la ciudad y mete la ‘cesta’ en la plaza de la Libertad. Al darse cuenta del disparate intenta salir del laberinto, pero tropieza con todos los bancos y remates de la plaza y se pasa un sinfín de tiempo dando vueltas como un energúmeno…, hasta que sale como puede.” Las ‘cestas’ eran uno carruajes de alquiler de dos asientos forrados de cretona, sin portezuela, con cortinillas, cabida para cuatro personas y barrotes pintados de amarillo y tirados por dos caballos. Con frecuencia había que alpargatear el torno, operación que consistía en colocar una vieja alpargata en cada una de las planchuelas para contener el roce de las ruedas en las bajadas. “En las ‘cestas’ -dice Gutiérrez-Calderón- iban os toreros con sus trajes de luces a la plaza y en los tiempos en que ‘volcaba’ en Santander sus pasajeros los vapores de Cuba, las ‘cestas’ eran las que conducían a los amarillentos ‘agapitos’, vestidos con sus guayaberas y ‘jipis’, ente baúles, maletas y envoltorios”. Pero llegó el día en el que los dueños de las ‘cestas’ se dividieron en dos bandos: “La Unión” y “La santanderina”. El primero llevaba como distintivo una banderita española en la toldilla delantera; el segundo, la matrícula del puerto de Santander. También llegó la guerra de tarifas y la competencia por las velocidades en los servicios, con coches destartalados y rocines cojitrancos, con el consiguiente peligro para los viajeros. La última ’cesta’ en servicio parece que fue vista en la estación de ferrocarril de un pueblo, estropeada y con un solo caballo, que cubría el trayecto hasta un balneario.

 

viernes, 28 de marzo de 2025

Raqueros

 

 

En la actualidad, en lenguaje coloquial los santanderinos llaman raqueros a esos tipos maleducados o que utiliza muchas palabras malsonantes. También, a quienes andan al raque, son gorrones de libro y arramplan con lo que pueden sin pedir permiso a nadie. O sea, gente de baja estofa de los que hay que huir como de la peste. Pero el término “raquero” fue utilizado en la novela “Sotileza” (1885) de José María de Pereda  en referencia a niños marginales, en su mayoría hijos de pescadores humildes, que frecuentaban los muelles portuarios (sobre todo en el Muelle de Calderón y en Puerto Chico) durante el siglo XIX y principios del XX y que se ganaban la maltrecha vida tirándose al agua en busca de monedas de poco valor que les tiraban los tripulantes de los barcos y los señoritingos estirados que ociaban sin mejor cosa que hacer. También, aquellos rapaces recuperaban mediante buceo efectos que caían al mar, como sombreros o alpargatas. El nombre de “raquero” se deriva del apelativo “wreker” aportado por los tripulantes y pasajeros de los barcos ingleses en los que esa chiquillería pobre robaba al descuido y que pronunciado castellanizado derivó en “raquer”. Lo cierto es que  cuando el historiador cántabro José Ramón Saiz Viadero publicó, a comienzos de los 80, su “Diccionario para uso de raqueros “, y posteriormente “Historias de raqueros”, (Ediciones Tantín, 1009), los raqueros ya habían desaparecido de los escenarios portuarios, quedando reducida a una mera referencia sentimental. El escultor José Cobo Calderón llevó a cabo un encargo artístico en 1981 con raqueros a tamaño natural para la entrada del madrileño “Restaurante Cabo Mayor”. Los raqueros del puerto de Santander se colocaron  en 2007 entre el Palacete del Embarcadero y el Club Náutico.  La historia de aquellos muchachos pobres de igual manera quedó plasmada por Pereda en otra de sus obras costumbristas anteriores: “Escenas montañesas”, publicada en 1864. Otros niños humildes hicieron algo parecido en la Caleta gaditana o en Cartagena, donde se les llamaba “icues”. También en Murcia existe una figura de bronce en su casco histórico muy parecida a la de los raqueros santanderinos, obra del escultor Manuel Ardil Pagán. Representa a un niño semidesnudo que sujeta en su mano un boquerón del que sale un chorro de agua. Santander, que antaño fue la salida al mar de Castilla La Vieja, es una ciudad de contrastes donde pasé unos intermitentes periodos de mi infancia y que siempre sorprende.

 

jueves, 27 de marzo de 2025

Preparados para todo



Cuando se entra en un club hay que aceptar las normas, y cuando España entró en la OTAN como socio sabía dónde se metía. Aquel eslogan de Felipe González  “de entrada no” se rectificó y en el referéndum salió “España, si”. Nos arrimamos al “primo de Zumosol” para que nos cubriese las espaldas frente a un enemigo enigmático –no sabemos si lobo de diente afilado o un pariente del oso que mató a Favila-  que nadie sabía por dónde iba a aparecer, si por el leño lusitano o por los picos de Urbión, que están en la provincia de Soria. Y ahora, pasado el tiempo, ese club nos ordena que gastemos en armamento el 2% del PIB por si las moscas, y que en cada casa tengamos cada español un equipo  de supervivencia donde, por cierto, no se dice nada del papel higiénico, que se agotó en las estanterías de las grandes superficies durante la pandemia de coronavirus. Ahora deberemos tener unos botellines de agua, un poco de paracetamol, algo de mercurocromo , unas vendas hidrófilas, esparadrapos, varias latas de conserva, una navajilla, un  mechero y cosas de esas que se ponen en el botiquín de urgencia cuando vamos de camping, en evitación de males mayores si nos cae un misil dentro de casa, vergibracia: en el segundo piso ascensor, donde vive un hombre con bigote fino, de apellido Carramiñana, que asegura que estuvo en la División Azul y que cada día lee en batín  la “Tercera” de ABC  mientras desayuna café con sobaos pasiegos, antes de que saque al perro para que levante la pata en el tronco de un ciprés. Ya digo, si entras en un club debes aceptar sus normas. El miedo es libre y el que a buen árbol se arrima…