Después del frugal desayuno, lo primero que hago cada mañana es ponerme al tajo con la lectura del artículo de Pedro García Trapiello en el Diario de León. Siempre me sorprende por lo que cuenta y por su forma de expresarlo. Ha creado como un diccionario nuevo, no apto para exquisitos pero que a mí me encandila. Hoy, al hacer referencia a Baltasar “El Peleas”, cuenta cómo era su amigo Baltasar, repartidor de bultos puerta a puerta (lo cuenta en pasado, con lo que da a entender al lector que ya hincó el pico) y que su menguado sueldo le obligaba a salir al campo para cazar y pescar. Dice de él: “Estar ocioso no le cabía, salvo rompiendo la mañana a la hora del taco con una lata de sardinas, quizá algo de embutido y una manzana. El Órbigo era su cátedra, al tener familia y casilla caminera antes de llegar a Cimanes del Tejar”. García Trapiello lo consideraba como “mi instructor en gusarapas o rancajos, gusarapines, morucas, maravallos y moscas de mayo, y a la trucha que no veía la intuía, le sabía sus ganas o sus horas y hasta las tenía contadas en cada poza o al hacer marallo oscuro en las frezas de febrero. Sabía. Era un hijo mayor del intelectus apretatus”. Son curiosas las expresiones típicas y originales de los leoneses, que dicen no lo que se dice y no como se dice y que solo las entiende el que las dice. Me muero de ganas por pasear por el Barrio Húmedo y poner en práctica todo lo que estoy aprendiendo con este fenomenal maestro del periodismo y con su masterclass de ampliación de conocimientos que me proporciona cada mañana sin cobrarme las clases. Leer su sección “Cornada de lobo” es todo un lujo. Como escritor tiene publicados diversos libros, entre ellos “Riaño en Picos de Europa”, “Una ciudad de sotas, caballos y reyes”, “Guía de León”, “Guía de Ávila”, “Guía de Segovia”, “El chivo explicatorio” y una veintena más, en su mayoría de temas divulgativos. También es cartelista y dibujante. A mi entender, Baltasar “El Peleas” daría juego para escribir un relato interesante. Los personajes de los relatos son como cadáveres encaramados en la cesta del globo del cerebro; y que cuando el globo se pincha y la canasta cae al suelo se levantan y toman vida sin demasiados aspavientos y sin soportar bromas molestas.
Leo en el Diario de Cádiz que unos chavales han encontrado en La Barrosa una pieza de cañón de hierro fundido, de cinco kilos de peso y de unos 20 centímetros de diámetro, procedente de la época napoleónica. La bola, al no contener material explosivo alguno en su interior, no supuso peligro para su manipulación y rescate. No obstante, fue entregada a la Guardia Civil para su custodia hasta que, supuestamente, se le busque emplazamiento en algún museo, por ejemplo, el Museo de Chiclana. Parece que se trata de un proyectil de cañones de 12 libras, un calibre modesto si se compara con las grandes piezas de los navíos de a 36 libras o 24 libras que se utilizaron por las fragatas durante el asedio de Cádiz y San Fernando (por entonces llamada Real Villa de la Isla de León) que fue cercada desde el 5 febrero de 1810, tras la derrota de la batalla del Portazgo del ejército francés, hasta el 24 de agosto de 1812, ya que San Ferrando se había convertido en sede del Gobierno de España desde el 23 de marzo de 1808. En ese tiempo fue cuando las Cortes de Cádiz hicieron una nueva Constitución (la “Pepa”) para, entre otras cuestiones, reducir el `poder de la Monarquía instalada en Madrid, posteriormente revocada por Fernando VII'. En su retirada del ejército francés, los ejércitos aliados (principalmente compuestos por ingleses y portugueses) derrotaron a las tropas napoleónicas en la batalla del Puente de Triana. Un dato curioso es que la Guerra de la Independencia trastocó la rutina de la gente y se introdujeron cambios de costumbres, ajustes de cuentas, epidemias y ataques a la propiedad y a los colaboradores con los franceses. Y, cómo no, un retraso económico de 30 años y un enorme empobrecimiento. Tas los asaltos a las ciudades llegaban los saqueos, los fusilamientos y las violaciones de mujeres. Los prisioneros recibían un trato inhumano. De hecho, los presos de Bailen terminaron en la isla de Cabrera. Al estar abandonados a su suerte (los ingleses no quisieron que fueran repatriados) se llegó a la locura y a practicar el canibalismo, como explicó el historiador canadiense Denis Smith en su ensayo “The Prisoners of Cabrera: Napoleon’s Forgotten Soldiers” (2001), donde cuenta:
“Los suministros llegaban a Cabrera, en teoría, cada cuatro días, mientras los buques de guerra españoles y británicos montaban guardia. El único manantial de agua dulce se secó en pleno verano. Las pocas cabras y conejos del islote fueron cazados y devorados rápidamente. Al final del primer mes habían muerto 62 hombres (una tasa de mortalidad anual del 20%). Entre mayo de 1809 y diciembre de 1809 fallecieron 1700 soldados. En 1810, solo vivían 17 hombres de una unidad de la Guardia Imperial de 75. El oficial de más alto rango escribió que ‘estaban todos prácticamente desnudos, pálidos y demacrados: sin provisiones durante tanto tiempo, parecían esqueletos’. Durante un período de cuatro días en que se cortó el suministro de alimentos, murieron más de 400 hombres. En el ecuador de su cautiverio, el hambre y la comprensión de que nunca serían repatriados hundió la moral los hombres. Los prisioneros cocinaban sus propias ropas, ingerían plantas venenosas y, según los indicios, empezaron a devorar sus propias deposiciones y los cadáveres de sus compañeros muertos. Los hombres enloquecían y huían a las cuevas donde grababan los mensajes de desesperación que han sido descubiertos ahora. Cuando aquellos prisioneros olvidados de Napoleón fueron al fin repatriados en 1814, de los 12.000 iniciales sólo quedaban con vida 2.500.”.