Muchos tramos de vía férrea han sido
desmantelados por su falta de uso, entre ellos la línea Calatayud-Cidad-Dosante,
que formaba parte del inacabado ferrocarril Santander-Mediterráneo. Sus vías y
traviesas de madera fueron subastadas por Renfe y adquiridas por el mejor
postor. Y muchas de esas traviesas
ferroviarias las he visto más tarde colocadas en jardines públicos remodelados.
Era, supongo, una manera de darles a esos maderos una segunda vida. Pues bien,
resulta que leo en Heraldo-Diario de
Soria, cito textual, que “la Guardia Civil de Soria investiga 5 empresas
por comercializar traviesas con riesgo de cáncer”. Parece ser que esas maderas
estuvieron tratadas con creosota para su conservación y es nociva para la salud
si se expone en tiempos prolongados. La creosota es una mezcla de diversos químicos. Hay
varios tipos distintos de mezclas. La más común es la creosota de alquitrán de
hulla, con la que también se impregnaban postes telegráficos. Se produce al
calentar el carbón a altas temperaturas. Es un líquido aceitoso de color
amarillento o negro que no se disuelve fácilmente con el agua y tarda mucho
tiempo en degradarse. También están expuestos a ese peligro los deshollinadores
de chimeneas. En consecuencia, no debe quemarse la madera impregnada con esa
sustancia para evitar sus emanaciones, ni colocarla en granjas con animales
estabulados. Según ese diario, las traviesas a las que se hace referencia iban
a ser transportadas a una empresa de Ibiza sin cumplir lo exigido a ese
respecto en la normativa ambiental vigente (Orden MAM/304/2002, de 8 de
febrero) sobre valoración y eliminación de residuos, según consta en una “Lista Europea de Residuos Peligrosos” sobre
protección del medio ambiente. (BOE núm. 61, de 12 de marzo de 2002).
Aprovecho para señalar que Cidad-Dosante fue una estación de ferrocarril para
viajeros y mercancías inaugurada en noviembre de 1930, hoy abandonada, situada
en Dosante, una de las 14 pedanías de la Merindad de Valdeporres (Burgos), que
fue una de las 7 realengas de Castilla la Vieja, cuyo núcleo principal es
Pedrosa de Valdepores. Años después se llegó a construir una nueva estación de
ferrocarril en dirección Santander denominada Valdeporres que nunca entró en
funcionamiento. La historia fue la siguiente: Tras la nacionalización de la red
ferroviaria española, en 1941, el Estado tomó la decisión de completar la
construcción del ferrocarril Santander-Mediterráneo. Se optó por un nuevo
trazado que seguiría ruta Santelices-Boo y dispondría de ocho estaciones entre
las que se encontraba ésta, que llegó a ser construida. Pero en 1959 los trabajos
fueron abandonados. Tengo entendido que esa estación es hoy un albergue. Antes,
en 1938, se hizo una vía de empalme con el ferrocarril de La Robla. A partir de
1966 los servicios de viajeros del tramo Trespaderne-Cidad pasaron a tener en
la estación de Villarcayo su última parada. La línea Santander-Mediterráneo fue
clausurada el 1 de enero de 1985. Más tarde me he enterado de que el gran
negocio del Santander-Mediterráneo nunca fue acabarlo sino construir determinados
tramos, los menos dificultosos, a costa del Erario público, y hacerse con las
subvenciones, las 654.000 pesetas de entonces que concedía el Estado por cada
kilómetro construido, sin tener en cuenta el relieve del suelo. La compañía Anglo Spanish nunca estuvo interesada,
como digo, en llevar a cabo el tramo más caro de la línea por su dificultad. ¡Qué
rico sería nuestro país de no haber existido tanto pícaro suelto!
Se da la paradoja que cada día que pasa cierran más
librerías y aumenta el número de escritores. Hoy cualquier pelagatos con ínfulas y afición de vate edita un libro con
las técnicas actuales, eso sí, pagando de su bolsillo la primera edición porque nunca hay una segunda. Tengo amigos poetas que, cuando te los encuentras
por la calle, le informan de que han escrito un nuevo libro recopilatorio de
sus últimos trabajos. Como le digas que te gustaría tener uno, te toman la
palabra y hasta te lo llevan a casa. El recién llegado te lo dedica, le das las gracias y cuando
crees que se va a marchar te recuerda que le debes 15 euros, que no lo regala.
Se lo pagas, no te da las vueltas del dinero que le entregas por no llevar cambios, se sube el cuello de la gabardina, toma el ascensor como el que pilla un taxi y se larga a otro barrio en busca de otro primo. El libro, normalmente de menos de cincuenta páginas, lo dejas por ahí en cualquier estantería y te olvidas. Hasta que un día lo
tomas entre tus manos y lo hojeas. Te resulta insoportable el rosario
de chorradas que pone y lo vuelves a dejar donde estaba para que siga durmiendo y se llene de polvo. Pero un día, haciendo limpieza, decides tirarlo al cubo de la basura. De entre esos
sablistas de libros conocí a uno de ellos, Paco
Colindres, que al estar jubilado cada día se acercaba a la biblioteca
municipal no a leer cualquier cosa sino a darse paseos por los pasillos. En
cierta ocasión hasta ganó el premio de un certamen literario promovido por una
casa regional al que acudía casi todos los días para tomar un chato en su ambigú y, por aquello de ir por atún y ver al duque, hacerse notar entre los
socios oriundos de aquella región que se creían representantes subsidiarios de
su lugar de procedencia casi en calidad de ‘embajadores’, tratando de no perder
la esencia del terruño del que un día salieron en busca de mejores oportunidades.
Como digo, Paco Colindres logró el máximo galardón con un relato tedioso donde solo se habían presentado cuatro candidatos, o sea, dos escolares, un catequista y él. Su egolatría
aumentó dos días más tarde, cuando la prensa local publicó la noticia del fallo
de aquella casa regional y el nombre de su ganador. Más tarde llevó el
manuscrito a una imprenta para que tirasen una cincuentena de ejemplares,
que pensaba engrosar con el añadido de dibujos a plumilla de una conocida de la
tertulia
literaria ‘Alberto Insúa’ , con sede en el ‘Café Antillano’, donde un ramillete de poetas se reunía todos los
jueves a la atardecida para comentar sus últimas creaciones sobre mesas de
velador y vasos de agua. Estoy convencido de que cualquier día sonará el timbre de mi casa,
abriré la puerta y me toparé de frente con Paco Colindres para dedicarme el exitoso
libro. Y bajará más tarde en el ascensor para no romperse la nuca por las escaleras después de habérmelo dedicado, de haberse
metido al coleto, como es su costumbre, dos copas de anís de Chinchón, media docena de bizcochos de soletilla, unas rodajas de cecina de chivo de Astorga y…, ¡cómo no!, de
habérmelo cobrado a precio de librería de los ferrocarriles.
Da mucho de si el tema. La fiesta de Villalar
es la fiesta de una derrota. Ahora resulta que la Junta quiere cargarse los
fastos de ese día por considerarlos “cosa de rojos”. En ese sentido, hoy en El Correo de Zamora, Luis Miguel de Dios comenta que “no les
importa que, durante unos cuantos años, el presidente de la Junta, algunos de
sus consejeros y otros destacados miembros del PP hayan acudido a rendir
homenaje a los muertos en 1521, especialmente a los capitanes Padilla, Bravo y Maldonado. Y no
les gusta que miles de personas vayamos todos los años a proclamar nuestra fe
en Castilla y León y en la necesidad de hacer todo lo posible para lograr un
porvenir mejor”. Pactar con Vox para poder gobernar es lo que tiene. Por otro
lado, Unión del Pueblo Leonés
entiende que León no tiene nada que ver con aquellos acontecimientos de
Villalar. Ignoran que León fue ciudad comunera, que de Salamanca salieron los
textos que precedieron a la revuelta contra el advenedizo Calos I y que Maldonado
era salmantino. En Aragón ese día, 23 de abril, se celebra la fiesta de san Jorge basada en una vieja leyenda
enraizada según la cual el santo, soldado de Capadocia, más tarde decapitado,
batió a la bestia y liberó al reino. De hecho la cruz de san Jorge aparece en el tercer cuartel del escudo
de Aragón, junto con cuatro cabezas de moros, representando la victoria de Pedro I en la batalla de Alcoraz. Con la llegada de la democracia se proclamó
fiesta oficial de Aragón. Y los pasteleros crearon un pastelillo con la idea de
que fuese tradicional para esa fiesta: el lanzón, un bizcocho con nata, turrón,
yema tostada y licor 43 para emborrachar el bizcocho, creado en 1982 en el
obrador de Amadeo Babot. En la parte superior de ese dulce lleva la bandera de
Aragón, la cruz de san Jorge y un cachirulo. Todo ello más cursi que un ataúd
con pegatinas. Posteriormente, la Asociación
Provincial de Pasteleros y Provincia creó el Premio “Lanzón”, un dibujo enmarcado que desde 1984 cada año se
entrega a personas o grupos distinguidos a criterio del gremio de confiteros.
Lanzón es el nombre de una lanza corta y gruesa con rejón de hierro ancho y
grande a modo de chuzo que solían usar los guardas de las viñas y los serenos.
Lanzón, cuentan que era el nombre del terrible dios de Chavín, un hombre-jaguar sonriente con los dientes descubiertos y
las uñas largas pegadas a los costados; también se conoce por ese nombre a una
estela de granito en el corazón de un templo situado en lo más alto de los
Andes peruanos, como un pivote central
que conecta el cielo, la tierra y el inframundo. Ignoro si a los chicos de hoy
se les enseñarán en los institutos quién fue el obispo Antonio Acuña, ejecutado en 1526; el pesquisidor Ronquillo, alcalde de Zamora; Bernardino
de Valbuena, gobernador de Villalpando; o
María Pacheco, mujer de Padilla, resistente en Toledo tras la
batalla de Villalar frente a las tropas reales y, tras su muerte, enterrada en
la catedral de Oporto. Ni la fiesta de Villalar es cosa de “rojos” ni la fiesta
de san Jorge es para ser tomada en serio. Tanto es así que en la televisión del
Estado ese día solo se comenta en los telediarios la fiesta catalana de sant Jordi, pese a ser día laborable, y
se hace referencia a dos regalos tradicionales: libro y la rosa. Es una fiesta promovida,
y que se mantiene, por el catalanismo conservador desde el siglo XIX, basada en
una leyenda de la Edad Media, donde un caballero mata al dragón para salvar a
la princesa, como aparece en la “Leyenda
dorada”, una compilación de relatos hagiográficos titulada inicialmente
“Legenda sanctorum”, reunida
por el fraile dominico Jacobo de la
Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII.
En el número 9 de la sevillana calle Recaredo (entre la Puerta
de Carmona y la Puerta Osario) se encuentra el Restaurante Becerrita, que elabora un plato que se hizo famoso en
la década de los 70 en el Restaurante
Becerra. Se trata del “solomillo al
Señor Marqués”, en honor de un marqués que no tenía título nobiliario
alguno, sino que se trataba de un zaragozano venido a menos que marchó a
Andalucía con el deseo de emprender negocios e intentar poder salir de la mala
situación en la que se encontraba en aquellos momentos. Aquel restaurante, que
desde 1988 regenta Jesús Becerra Gómez, hijo de Enrique
Becerra Reyes, se ha convertido en un clásico del tapeo. Al actual restaurante
es la continuación de otro situado muy cerca del actual, entonces conocido como
Restaurante Becerra. Es famoso por
sus croquetas de rabo de toro y sus ensaladillas de gambas. Aquel zaragozano se
hospedaba por los años 70, como decía, a su llegada a Sevilla en el Hotel Fleming (hoy Hotel Giralda) y comía siempre en el restaurante Becerra. Jesús Becerra
cuenta que “este señor, de una elegancia y unas formas insuperables,
entablaba conversación a diario con mi padre, siempre respetando las distancias.
Solo consumía dos cervezas y dos tapas. Nada más. Hasta que llegó el día en que
tuvo que agasajar y vender su idea a unos inversores, guardar las apariencias y
transmitir la sensación de seguridad, profesionalidad y dominio del terreno.
Por supuesto, los invitados no podían pagar. Él llegó un rato antes y le
comentó a Enrique, su padre, que le reservara la mesa y que no le parecía
elegante pagar delante de ellos, que le dejara la cuenta y al día siguiente se
la abonaría. Mi padre sabía de sobra que no sería así, pero tenía la certeza
que esta persona era todo un caballero y no le fallaría. Sin contarle detalles
entendió la situación perfectamente, y empezó el almuerzo. Mi padre le atendió
personalmente y le ofreció las mejores viandas. Cuando iba a pedir el segundo
plato, a la pregunta de «Y usted, don
Francisco, ¿que elegirá de plato principal?», él le contestó: «Enrique, quiero un solomillo de la mejor
ternera, en medallones no muy gruesos, fritos en aceite de oliva virgen,
patatitas fritas y perejil, como sabes que me lo hace la cocinera en casa».
Sus invitados ignoraban que vivía solo en una habitación de hotelucho barato.
Enrique, con su rapidez de respuesta y para ayudarlo a fortalecer su liderazgo,
le respondió: «Por supuesto que sí, señor
Marqués». Aquel zaragozano siguió acudiendo a diario a consumir las dos
cervezas y las dos tapas durante unos diez días, y al que hacía once le abonó
la factura íntegramente sin entrar en ningún tipo de detalle y con un abrazo de
agradecimiento. Continuó de cliente mientras vivió en Sevilla, a partir de ese
momento comiendo a capricho tanto él como sus acompañantes. Consiguió montar
una gran compañía en Sevilla que después vendió, y en los años 80 se trasladó a
Marbella donde también demostró ser un empresario de éxito”. Nunca conseguí
saber su nombre completo. Solo el de pila: don Francisco. Fin del cuento. Los ingredientes para confeccionar
el “solomillo al Señor Marqués” son los
siguientes para una ración: 200 gr. de solomillo de ternera; 2 dientes de ajo;
zumo de medio limón; 2 cucharadas de jugo de carne; sal; 4 cucharadas de aceite
de oliva; y perejil. Se coloca la sartén al fuego con el aceite de oliva a fuego
fuerte. Se añade la carne hasta que se dore, con el ajo bien picado, sal y pimienta. Una vez apartada la sartén del
fuego se le añade el zumo de medio limón, el perejil y las dos cucharadas de jugo
de carne. Queda bien si se acompaña con patatas fritas.
El próximo día 23 de abril los castellanos (los de
Castilla la Vieja, quiero decir) celebran la derrota, de los Comuneros frente a
las tropas de Carlos I acaecida el
23 de abril de 1521. La fiesta, tal como hoy la conocemos, se declaró oficial por
el Estatuto de Autonomía castellano-leonés en 1983. Pero para entender esa
derrota hay que leer sus antecedentes, que José
Antonio Maravall refleja con brillantez y rigor en su ensayo “Las comunidades de Castilla” (Alianza
Editorial, Madrid, 1971). Esos antecedentes históricos se remontan a mucho
antes, a 1821, cuando Juan Martín Díez,
alias El Empecinado, y unos compañeros
organizaron un viaje hasta Villalar (Valladolid)
en busca de los restos de Padilla, Bravo y Maldonado, los tres
decapitados. Lo que no se entiende es que en 2021, el alcalde de Villalar, Luis
Alonso Laguna pidiese al Congreso de los Diputados la ejecución de
un acuerdo de 1822 donde se pedía que se llevase a cabo un homenaje a esos tres
destacados comuneros. Existe un óleo muy expresivo en el Museo del Prado pintado por Antonio
Gisbert en 1860 que refleja plásticamente el momento final de aquellos
insurrectos. En aquel año, 1822, como decía, con motivo del décimo aniversario
de la “Pepa” en las Cortes de Cádiz, se aprobó un dictamen para
declararles “beneméritos de la patria en
grado heroico, y se plasmarían sus nombres en un salón del Congreso”. Pi y Margall, uno de los cuatro presidentes
que tuvo la Primera República, afirmó
que "Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus
libertades en Villalar bajo el primer rey de la Casa de Austria, Carlos de
Gante". De ser así, ¿qué es lo que hay que celebrar ahora? No lo
entiendo. Es como cuando un tonto tira
piedras a la cristalera de su casa, Maravall, en su libro, considera que aquel conflicto comunero “formó parte de primer
movimiento revolucionario de la Europa moderna”. Según Vilfredo Pareto, “las revoluciones se producen con frecuencia
debido a atascos en la ‘circulación de
las élites’, que cortan la corriente de la movilidad vertical y dan lugar a
que se acumulen en los niveles altos del sistema vigente de dominación política
individuos sin condiciones para permanecer en los mismos, a la vez que se
concentran en capas inferiores de la pirámide social individuos que poseen
capacidad para funciones más elevadas y que se ven impulsados por un afán
ascendente a cambiar de puesto en la estratificación de la sociedad, sin que la
rigidez del sistema les permita esperanzas fundadas de alcanzar tal logro”. (“Trattato di Sociología generale”, Florencia,
1923, t. III, pág. 259-263). Para Marañón,
el movimiento comunero “no fue progresivo y liberal sino reaccionario y xenófobo
con respecto al hijo de Juana I de
Castilla y sus colaboradores flamencos”. El 23 de abril se ha convertido en
una fiesta regionalista de los castellanos, donde muchos leoneses se posicionan
en contra de esa celebración. El PSOE local ya ha pedido que León tenga su
fiesta el 18 de abril en recuerdo de otra fecha de 1188, en la que las Cortes
leonesas abrían el claustro de San Isidoro bajo el cetro de Alfonso IX, necesitado de apoyo económico
para salvar su quebrantado reino. De aquella reunión salió algo importante: el
derecho de todos los vasallos a pedir justicia directamente al rey sin tener
que pasar por la intermediación de los señores feudales, aquellos reyezuelos de
horca y cuchillo aforados, exentos de pagar tributos y en nada dispuestos a que
se mermaran sus privilegios. Así nació la “corpora”
de gremios y cofradías de burgueses y aparecieron en el orden social los
súbditos, que habían dejado de ser vasallos. León, a diferencia de Castilla,
siempre se movió por otros derroteros, pese a que la Constitución del 78 unificara ambos territorios en una sola Comunidad Autónoma sin tener en
cuenta las diferentes identidades. Un error, a mi entender, que no tiene vuelta
atrás. Es evidente que un leonés no se parece casi nada a un soriano, de la
misma manera que un guipuzcoano tiene poco que ver con la forma de ser de un
gaditano aunque ambos sean españoles de nación.