lunes, 31 de agosto de 2020

Las boutades de Celaá



Estoy de acuerdo con Isabel Celaá en que no se pueden mantener los colegios cerrados. Pero decir, como ha dicho, que “hoy no se haría un cierre de colegios como en marzo” es algo que ni Celaá ni el maestro armero pueden asegurar con esa rotundidez. Primero habrá que valorar el rumbo que toma la pandemia; es decir, si aumentan los casos de enfermedad o se aminoran. Todo dependerá, supongo, de cómo evolucionen los acontecimientos en los próximos meses. Y ha añadido la ministra de Educación que “hoy sabemos más de la infancia y la Covid que en marzo y la evidencia científica dice que los niños no son los 'superdiseminadores' (sic)  del virus como se pensaba entonces". Entonces, ¿cuándo? Porque en marzo pasado el gabinete ministerial presidido por Sánchez se miraba el ombligo para confirmar que era redondo. Y ha rematado la faena aclarando que "a través de las llamadas burbujas se puede garantizar una buena salud del grupo incluso cuando los pequeños no guarden las distancias", y ha apelado a la responsabilidad de los padres para que los niños no vayan al colegio con síntomas. O sea, si el niño tose o tiene mocos, que estudie por correspondencia, como en aquellos cursos de Radio Maymo donde aprendías a ponerle las válvulas a un armatoste de grandes dimensiones que al enchufarlo hacía más ruido que Radio Pirenaica. Hoy acaba agosto. Que el mercedario san Ramón nonato nos bendiga. Todavía recordamos cuando Isabel Celaá, al referirse al Pin escolar, dijo en enero pasado que “los hijos no son propiedad de sus padres sino del Estado”. Pero el Estado, que a mí me conste, no abona el coste de la educación ni el mantenimiento ni el vestido ni la medicación de nuestros hijos. Al Estado, mis dos hijos le deben ser funcionarios de carrera no por su merced sino por haber superados unas muy difíciles oposiciones logradas con el esfuerzo de ellos, y costeadas con grandes sacrificios de sus padres. Vamos a empezar a ser serios.

domingo, 30 de agosto de 2020

Perder claror



“La Torre del Oro” es una zarzuela en un acto con texto del malagueño Guillermo Perrín Vico (licenciado en Derecho, no ejerciente) y el gijonés Miguel de Palacios Bruguera (médico, tampoco  ejerciente), y música de Gerónimo Giménez, que fue estrenada en el Teatro Apolo de Madrid el 29 de abril de 1902.  La trama de la  zarzuela “La Torre del Oro” es simple:  Rosalía (hija del tío Pepe, dueño de una venta) es novia de Paco y abandonada por éste al ennoviarse con Soledad, que en un momento dado pide a Antoñito (alias El Retirado, palmero)  que mate a Paco. En medio de la refriega verbal aparece  El Lechuza, jaleador de juergas. Al final, la sangre no llega al río. Todos son disparos de fogueo. La sevillana Torre del Oro, que se iluminó por encima de lo que era habitual para homenajear a los sanitarios durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus, aparece ahora triste, como en penumbra. Así lo señala Ramón Reig en un artículo espléndido, como casi todos los que escribe, aparecido hoy en El Correo de Andalucía. “Me moriré -señala Reig- sin saber los secretos de la mal iluminada Torre del Oro ni los de la Torre de la Plata a la que conocí tapada por las antenas de televisión. Espero que pronto todo el entorno de la Casa de la Moneda no sea un aparcamiento y espero por supuesto que la Torre de las Doce caras vuelva a ser de oro de noche y de día”. Sevilla tiene luz. Sevilla tiene vencejos, acharolados y limpios, que vuelan rasantes sobre el Guadalquivir y cuentan en Triana lo que sucede en la calle Feria, o en Heliópolis, o en la Puerta Osario. Cuando la Torre del Oro pierde claror en la noche, algo con mal fario sucede. En fin, como escribía  José Manuel Bermudo en el diario Sur (04/10/2018):  “Todo es cuestión de percepciones personales. Hasta hay quien dice no ser supersticioso porque da mala suerte”.

sábado, 29 de agosto de 2020

Todo está en los libros






Cuenta Andrés Amorós en ABC que “cualquiera de nosotros ha podido comprobar que, en muchos hogares españoles, no faltaban tres libros: la Biblia, El Quijote y un diccionario o enciclopedia; los tres, muchas veces, en ediciones de cierto lujo, muy ilustradas... y con claras señales de que nadie los había abierto nunca”. Eran aquellos libros que los vendedores colocaban en el “puerta a puerta”. En muchas casas solía haber otros: los que “regalaban” las cajas de ahorro en determinadas ocasiones con motivo del Día del Ahorro si ingresaba el cliente algo de dinero. Eran unos libros con tapas de cartoné y siempre referidos a la región en la que aquellas entidades de ahorro tenían desparramadas agencias por todos los barrios. Eran libros bastante bien editados pero que tampoco se leían. Los poseedores de “los reyes de Aragón”, “Historia de la bandera aragonesa”, “Los mantos del Pilar”, “Los castillos aragoneses”, “Zaragoza antigua”, “Paisajes aragoneses”, “Aragón, pueblo a pueblo”, etcétera, dormían en su estantería junto a la guía telefónica y el “Monitor”. No hubo casa que no adquiriese por fascículos el “Monitor” a finales de los años 60 y comienzos de los 70. Se trataba de doce tomos y un índice editados por Salvat y repartidos en 262 cuadernillos de papel satinado que había que encuadernar en tapas duras de color marfil. Más tarde apareció la colección rtve con un centenar de títulos y, casi a la vez, otros libros más especializados (“El médico en casa”, “El abogado en casa”…) y que, como afirmaba el químico Ignacio Flores en Diario de Almería (14/03/2017) “había compradores que al mes y medio de ojearlos u hojearlos se creían que ya eran doctos en la materia”. Ahora sucede algo parecido pero con Google. No exagero si les cuento que tengo una vecina de escalera de profesión “sus labores” que sabe más de enfermedades que Gregorio Marañón; de leyes, más que Fernando Grande-Marlaska;  de cocina, más que Pedro Subijana; y de mantos pilaristas, más que Ignacio Tomás Cánovas,  deán de la catedral de Tarazona. Todo está en los libros. Sólo hay que molestarse en leerlos y quedarse con la copla.