domingo, 31 de diciembre de 2023

Julio Calvo (detrás de las orejas)

 


La felicidad dura poco en casa del pobre. Ya verán en qué queda el derroche navideño y el brindis con champán barato para despedir el año. Cuando pasen los fastos nos miraremos al espejo colonial y nos daremos cuenta de que se nos está poniendo cara de malahostia con  las subidas generalizadas de impuestos, esa mascletá de pedradas al bolsillo del ciudadano que llega indefectiblemente cada año que comienza. Dicen que los cotillones lo tienen  todo vendido en Zaragoza, el Parque Pignatellí se ensucia con grafitis nueve meses después de su inauguración, en la factoría de “La Zaragozana” estampan una grúa y se llevan lo que había en  la caja fuerte sin tener que utilizar las pistolas de fogueo, que no matan pero hacen ruido, y Julio Calvo (detrás de las orejas), concejal de Vox en el ayuntamiento que preside la folclórica Chueca, dice sin despeinarse que duda del “coeficiente (sic) intelectual” de Yolanda Díaz y sus votantes. Ignoro cómo ha llegado a calibrar tal magnitud ese genio, si por las escalas de Wechtsler de principios del siglo XX o por algún procedimiento psicomético inventado por él y que desconocemos. Ese veterinario metido a concejal de Vox como se podía haber dedicado a capar ranas con tenacillas es el sabio Kalikatres que necesitamos en Aragón para asesorar a la alcaldesa de Zaragoza sobre la pirotecnia de fin de año, es decir, de esta noche, a la que el Ayuntamiento ha aportado un 17% más de dinero público en relación con los años anteriores, siempre que los cohetes voladores sean de color azul, el color del PP, con clorato potásico, nitrato cúprico, azufre cañón y cinc en polvo, como indica F. Billon en su libro “Pequeña enciclopedia de la química industrial” (Bailly-Bailliere & HIjos, Madrid, 1902, 160 p.). A Julio Calvo le recuerdo que “coeficiente” (relación entre dos magnitudes) y “cociente” (resultado que se obtiene al dividir una cantidad por otra, y que expresa cuántas veces está contenido el divisor en el dividendo) no son sinónimos ni primos por parte de madre. Pero esos matices al edil Calvo (detrás de las orejas), sabedor de poder manejar a su antojo la cuerda de trenzado municipal, se la traen floja. El que quiera saber, que vaya a Salamanca.

 

sábado, 30 de diciembre de 2023

Mirar a Jano

 


Bueno sería que en la madrileña Puerta del Sol se colocase una estatua de Jano, dios de los principios y los finales, que mira hacia adelante y hacia atrás para reflexionar, para dejarnos pasar, sabedor de lo que hemos pasado y de lo que nos espera. En Zaragoza, como poco, la subida de tasas municipales que deberemos añadir a la presión estatal. La entrada de año es siempre una excusa para exprimirnos como si de un limón se tratase. Aquí ya sabemos por ahora que se subirán las tasas de aguas, de vertidos, de autobuses urbanos  y de mesas de veladores. La cosa no ha hecho más que empezar. Pero no pasa nada. Ya solo quedará esperar a la festividad de la Epifanía, comer el roscón con el haba dentro y desear que todo vuelva a la normalidad si es posible, que no creo. Ya nada es normal. Hemos hecho del disparate nuestro código de conducta y hemos normalizado lo absurdo hasta límites indescriptibles. Un ejemplo: la vivienda en Aragón se encarece casi un 8 por ciento pese a haber caído las ventas. Otro: la gente de Zaragoza se quejará de la subida de tasas, pero aplaude con las orejas el desmesurado presupuesto inicial, que luego será más abultado, para la construcción de la Nueva Romareda, el campo de fútbol que se renovará para un equipo de Segunda División que solo mete goles en propia puerta o en la portería contraria cuando se equivoca. Fue la promesa de Azcón, actual presidente de la DGA con la ayuda de Vox, que hizo a los zaragozanos cuando aspiraba a la Alcaldía y que la actual alcaldesa, la folclórica Chueca, con la ayuda de la ultraderecha, piensa llevar a cabo cueste lo que cueste. En fin, lo que toca mañana es tomar las uvas, beber una copa de cava y soplar el matasuegras en la noche morada. Y si estamos solos y alicaídos siempre podremos pedirle a Alexa, esa inteligencia artificial, el deseo de escuchar milongas de Francisco Canaro y su Quinteto Pirincho después de apagar la luz y encender la vela sobrante de una promesa hecha en su día a san Cucufate y que no cumplimos, algo parecido a lo que hicieron los políticos hace diez años con el tren de alta velocidad en Extremadura, o aquella prometida bombilla del entonces ministro Miguel Sebastián que había recoger en Correos. Solo Jano, a una mala, podrá sacarnos del atolladero.

 

domingo, 24 de diciembre de 2023

Todo está por llegar

 



Ayer por la noche estuve viendo un “informe” en TVE sobre los coches eléctricos, que serán por una directiva europea los únicos que circularán por nuestro territorio patrio cuando desaparezcan los motores de explosión, en 2035. Pero lo que más me impactó al escuchar tal “informe” fue que la batería vale un tercio del precio del coche, que tampoco es barato. Yo, por mi edad, todavía conocí de niño cómo los  arrancaban por medio de una manivela, de la misma manera que las motos arrancaban presionando con pie a una palanca lateral. Las baterías resolvieron todo aquello por medio de un botón de contacto, o media vuelta a una llave, para poner en marcha el motor de arranque. También sucedía que a la moto se le solía poner la “perla” en la bujía y había que limpiarla para que volviera a dar chispa, y que a los motores de arranque con el tiempo se les estropeaban las escobillas y había que cambiarlas, algo que sucedía también con la batería o con la tapa del delco. Y en la guantera siempre llevabas dos correas trapezoidales de repuesto, fáciles de cambiar con la ayuda de una llave inglesa. Pero ahora viendo los coches modernos sería incapaz de meterles mano. Llevan más chivatos que el panel de control de una azucarera y más componentes chinos que un satélite artificial. Digo más, en los coches que estarán en el mercado en el próximo futuro, como te quedes sin corriente en un descampado te quedas allí a vivir; y si se te rompe la batería, apaga y vámonos. Cuando cuesta más el collar que el perro, mejor es dedicarte a la filatelia o al encaje de bolillos. No se debe vender el coche para comprar gasolina ni comprar un coche cuando el precio de su pesada batería vale un Congo, medio Camarún y cuarto y mitad de Gabón. Vamos, que no parece sostenible su mantenimiento y en los bancos, hoy, para conseguir un préstamo debes acudir a la oficina con 79 años de edad y acompañado de tu padre. Además, como los coches eléctricos no hacen ruido, ves pasar el paisaje como el que ve llover. A mí me siguen gustando las motos y los coches de siempre, o sea, la “vespa”, los “cuatro latas”, el “600”,  los utilitarios con baca en el techo y los motocarros como el de la película “Plácido”  (1961) que aún vemos en las cintas españolas de los años sesenta y que tanto gusta reponer en”Cine de barrio”. Como dice don Sebastián a don Hilarión en la zarzuela “La verbena de la Paloma”, “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, cuando don Hilarión le dice a don Sebastián que “el aceite de ricino ya no es malo de tomar porque se administra en pildoritas y el efecto es siempre igual”. El “600” cambió la historia de España. Este año que termina ha hecho cincuenta de la fabricación del último coche. No tenía cinturones de seguridad, ni retrovisores exteriores, ni aire acondicionado, ni radio, pero íbamos en él a la playa con toda la familia dentro sin importar que el trayecto durase siete horas por carreteras infames, el radiador echase humo y las ruedas fuesen recauchutadas. Nada importaba. Cuando parábamos en un bar de carretera para tomar un café y estirar las piernas nos sentíamos reventados pero importantes. Más cansaba –pensábamos- el “Shanghái”  de Galicia a Cataluña, que en el billete había que incluir un extra por “exceso de velocidad” pese a que siempre llevaba retraso. No sé, no sé, todo está por llegar… ¡Feliz Nochebuena!

 

sábado, 23 de diciembre de 2023

Cenar de lo lindo

 







Lo que yo desconocía era que hasta 1966, tras el Concilio Vaticano II, estuvo en vigor la bula de la Santa Cruzada, que concedía a los habitantes de la Península Ibérica ciertos privilegios, entre ellos evitar  la abstinencia de carne durante todos los viernes del año y parte de la Cuaresma, quedando solo durante ese periodo la prohibición de comer carne los viernes y durante las Cuatro Témporas (no confundir con el trasero, ese paradigma de la nulidad intelectual de una persona) y a las vigilias de Pentecostés, la Asunción y Navidad. El alcance de esta costumbre fue tan amplio que influyó en la cocina oriental: la tempura (en japonés, y lo digo para conocimiento de aquellos que al dar noticias del tiempo dicen Ourense, Girona, Iruña…, se escribe 天ぷら) no es cosa distinta a un plato elaborado a base de mariscos y verduras rebozados en harina nacido en Japón durante el siglo XVI gracias a la labor de los misioneros jesuitas. Desde la Edad Media la Iglesia católica, que nunca dio puntada sin hilo, recaudaba dinero a cambio de ciertos beneficios espirituales, como la absolución plenaria en el momento de la muerte o una reducción del tiempo a sufrir crueldades insufribles en el purgatorio. El papa Urbano II concedió la primera bula en el siglo XI para costear las campañas en Tierra Santa. Más tarde se otorgó la bula a los reinos cristianos de la Península para suscitar la Reconquista. En 1509, otro papa, Julio II, añadió a la bula una dispensa para que en esos reinos de la Península pudieran comer carne, huevos y lácteos hasta entonces prohibidos, que eran 160 días al año. Es decir, que se permitió suavizar la abstinencia pero no el ayuno. El precio de aquellas bulas oscilaba en función de los ingresos del padre de familia y del número de hijos a su cargo. En 1799 se permitió que los muy pobres y aquellos obreros que hiciesen trabajos muy duros quedaran exentos del pago, conscientes de que de donde no hay no se puede sacar. Ya en el siglo XX, quienes no pagaran la bula estaban obligados a cumplir 91 días de abstinencia; y aquellos que la costeaban, solo 25 veces al año. Por esa razón entiendo que en Aragón fuese común degustar durante la cena de Nochebuena verduras y pescado seco o en salazón, por la dificultad de su transporte, y que en Aragón esas alifaras extraordinarias fuesen a base de ensaladas de apio y escarola, o de los típicos cardos con salsa de almendras,   abadejo o congrio en sus diferentes formas y postres a base de guirlaches, pastelillos de calabaza, bellotas dulces, peras asadas, higos secos, pasas, nueces y orejones. Cenar pavo o capón, de siempre, es decir, ya antes de que se relajaran las costumbres religiosas, fue un lujo que Carpanta ni la mayoría de las familias modestas podían permitirse. Pero eso ya es historia.

 

viernes, 22 de diciembre de 2023

El tapón de la sidra

 


Recuerdo que siempre, el 22 de diciembre, era el día en que comenzaba mara mí la Pascua de Navidad, que es una de las tres pascuas. Todo estaba dispuesto para la cena de Nochebuena: además de las viandas culinarias, el típico turrón de Jijona y Alicante, o sea, el blando y el duro, unas barritas de guirlache, algo de mazapán y las botellas de sidra “El Gaitero”, el único “champán” que se tomaba en casa. Cuando descorchaba mi padre la botella verde con ínfulas de "Veuve Cliquot, le pedía que diese taponazo como había visto en las viñetas del TBO. Siempre terminaba el corcho pegando en el retrato de la Purísima, en una lámpara, o perdiéndose encima de un aparador. Aquello del taponazo me recordaba cuando, con motivo de la fiesta de la fábrica de azúcar en honor de san Isidro,  a un miembro de la comisión de festejos se le ocurrió tirar un cohete volador con la mano, sin la ayuda de la obligada tablilla lanzadera. Le prendió fuego a la mecha con su cigarro “farias” y el petardo salió zumbando hacia arriba como alma que lleva el diablo. Pero durante su trayecto el cohete cambió de rumbo en parábola y voló como un misil hasta colarse por una ventana abierta del chalé del director, donde se hospedaba como invitado un señor muy serio llegado el día anterior desde Madrid y que ostentaba una alto cargo en las oficinas centrales. El miembro de la comisión que había lanzado el cohete sintió morirse. No sabía dónde meterse. La explosión fue tremenda. Al poco comenzó a salir por la ventana el humo negro de la pólvora quemada. Se hizo un silencio general que se podía cortar. El gerifalte de Madrid estaba echando la siesta. Dio un brinco de la cama y entre toses y humos se asomó en calzoncillos muy mareado, como el boxeador al que le acaban de propinar un cate. Aquel atentado a su integridad física debía ser castigado. Ya asomado, preguntó a gritos: “¿Quién ha sido…?”. Todos miraban hacia la ventana en absoluto silencio. Al que había tirado el cohete le temblaban las piernas, su sudor era frío y se había quedado alalo. Ya se veía en la calle. Tuvo suerte, nadie le delató. Horas más tarde pude ver al gerifalte de Madrid tomando una copa de anís en el ambigú mientras la banda de música de Jaraba interpretaba el foxtrot “Y tenía un lunar”, que bailaba con maestría la mujer del jefe de la Estación con un yesaire revocador.