La abuela de Dorita Monastrell, que regentaba la
cantina de la estación de ferrocarril de Alhama de Aragón, asomó la cabeza desde
la cocina y, al poco, portó hasta la
barra de zinc unas farinetas al estilo de como las hacían en Siétamo, en la
provincia de Huesca. La abuela de Dorita llevaba una chía. La abuela de Dorita
se llamaba Guillermina Nebot y era
de La Puebla
de Castro, en la provincia de Huesca. A los naturales de La Puebla de Castro les dicen
morcilleros. La morcillera Guillermina tenía caries en los huesos de las ancas
y usaba cold-cream, una pomada basada
en cera blanca y de aceite de almendras dulces. Guillermina Nebot tenía los
dientes color tierra y le entusiasmaban los casquiñones y las celdranas, una variedad
de aceituna gorda. Las colocaba sobre un platillo en un extremo de la barra y
escupía los huesos con tino sobre una escupidera de cerámica de Talavera. Cuando no estaba en la cocina era por haberse
ausentado hasta el corral por dar de comer a las gallinas. Cada atardecer se acercaba hasta la parroquia para acompañar
el rezo del rosario. En los meses de verano se animaba el pueblo con la llegada
de madrileños dispuestos a tomar las aguas termales, esa aquae bilbilitanorum, citadas en el Itinerario de Antonino y aprovechar para hacer excursiones hasta el
cercano Monasterio de Piedra. También, durante la época de estiaje tenía parada
el tren rápido “Madrid-Barcelona” y
viceversa, que añadía clientela a la cantina, donde también se vendían objetos
de alfarería y bizcochos de Calatayud. En Alhama de Aragón llegó Berlanga a rodar la película “Los jueves, milagro”, en 1957. Le cambiaron el nombre al pueblo
por el de Fuentecilla. Los lugareños, según constaba en el guión, se habían
inventado un milagro para aumentar las visitas a las Termas Pallarés. Berlanga
tuvo la feliz idea de llevar a cabo ese rodaje (su quinta película) tras haber
visitado con su familia Cuevas de Vinromá (Castellón) por la curiosidad de
poder contemplar, si es que se producía, el milagro de cada jueves, que era
cuando una supuesta imagen mariana se aparecía a unos niños, hasta llegar a
convertir ese paraje castellonense en un lugar de peregrinación. Curiosamente,
el primero de esos guiones acababa en el momento de fracasar la segunda
aparición, cuando Mauro (Pepe Isbert) no se atrevía a aparecer
en escena por temor a ser reconocido y linchado. En la última escena, Mauro
aparece solo en el andén de la estación. La abuela de Dorita Monastrell,
Guillermina, todavía se santigua cuando recuerda aquella triste escena. Pero
se dio la circunstancia de que la productora quebró y la película paso a manos
de de una empresa del Opus Dei, que la clasificó como de 3R, obligando a
Berlanga a modificar escenas e incorporar al guión la aparición de san Dimas. Aquella película se estrenó
en el madrileño Cine Capitol el 2 de febrero de 1959 y sólo permaneció diez
días en cartel, con una magra recaudación en taquilla de 9.075 pesetas. Aquel
fracaso de Berlanga fue consecuencia de que el director permaneciese más de
cuatro años en el “dique seco”, hasta el rodaje de “Plácido”. En Italia, en cambio, la película se estrenó bajo el
nombre de “Arrivederci Dimas” en
1957, es decir, año y medio antes que en España. Guillermina, casi nonagenaria,
siempre se marchaba a dormir cuando el factor de circulación daba la salida
banderín en mano al “ómnibus Arcos”,
casi rayando la medianoche, momento en el que la televisión solía coincidir con el breve espacio "El alma se serena" y las palabras engoladas de un repeinado cura. Aquel era uno de los pocos convoyes que quedaban con
vagones de madera y balconcillo en cada
uno de sus extremos.
martes, 28 de julio de 2020
Se cayó la barandilla...
A las cantaoras de coplas de la primera mitad del
siglo XX les exigía el público de cafetín, o de patio de butacas, lo que valoraba
en el escenario, o sea, que entonasen con pasión y que supiesen dramatizar con la mímica
adecuada las letras de sus canciones; verbigracia: cuando cantaban “Torre de arena” o el “Romance de la reina Mercedes”. De ello sabían
mucho, tanto el jerezano Antonio
Quintero (que componía sainetes) como
Rafael de León (poeta) y Manuel Quiroga (músico), aquel trío de
andaluces irrepetible a la hora de componer la letra y la música de cada
tonadilla. Llegaron a registrar más de 5.000 canciones. El sevillano Rafael de
León (Marqués del Valle de la Reina,
marqués de Moscoso, y conde de Gómara) nació en la misma
calle que Antonio Machado, la calle
Dueñas, estudió con García Lorca y
estuvo en la cárcel con León Felipe.
Murió en Madrid el 9 de diciembre de 1982 en el más absoluto olvido. Manuel López-Quiroga,
que tal era su verdadero nombre, también era sevillano de nación. Comenzó
tocando el órgano en los jesuitas de la calle Jesús del Gran Poder, muy cerca
de la Alameda de Hércules, cuna del toreo. Murió en Madrid el 13 de diciembre de
1988. Además del piano, manejaba con maestría el violín. Quién no recuerda a Pastora Imperio, Estrellita Castro, Concha
Piquer, Marifé de Triana, Juanita Reina, La Niña de Antequera… A
Estrellita Castro la pude ver en cierta ocasión por una calle de Sevilla, no
recuerdo ahora si en la calle Manuel Laraña o en la calle Imagen. Era una mujer
menuda, de aspecto dulce, y conservaba su acostumbrado caracolillo sobre la
frente. La saludé con respeto. Me dijo que yo carecía de acento andaluz. Le
contesté que era aragonés. Al poco, apareció
un hombre, tras haber dejado aparcado un coche en la calle Rioja y saludado al “gorrilla”
con un apretón de manos. Supuse que sería su representante, Demetrio Corbi. Ambos penetraron en el Hotel Biarritz y yo proseguí mi camino hacia Puente de Triana
bajo un sol de membrillo, mientras la Torre del Oro, a mi izquierda, entre un
revoloteo de vencejos acharolados y limpios se asomaba al Arenal con la
curiosidad de una atildada jovencita que no tiene novio. Me acordé del trianero
José Núñez Meléndez, Pepe el de la Matrona, que comenzó a
cantar a los 12 en una taberna de Burguillos: “Puente de Triana/ se cayó la barandilla/ y el coche que la llevaba”.
lunes, 27 de julio de 2020
Charlatanes, hisopados y demás ralea
El médico Carlos Magis Rodríguez, refiriéndose al
coronavirus, señala en El País que “aquí
van a aparecer charlatanes que ofrecen curas mágicas”. Yo añadiría más: no
tardando mucho, y de no descubrir pronto la Ciencia una vacuna eficaz, la Iglesia
Católica, que siempre tiene un remiendo para cada descosido, puede que hasta haga abogado de la Covid-19 a cualquier santo con pocas
pretensiones. Pero esos doctores de la Iglesia que siempre saben responder
deberán tener mucho cuidado en su cometido, no vaya a resultar que deleguen en
algún deán catedralicio, a falta de mejor cosa que hacer, y éste eche mano, es
un suponer, del libro de “Los Santos de Maimona
durante la II República”, del veterinario Antonio Penco Martín y editado por la Diputación Provincial de
Badajoz, donde en su interior se intercalan fotos de la época, procedentes del
libro “Estampas para el recuerdo”, de
Lucio Poves. Los Santos de Maimona
no es ninguna relación de mártires de una época convulsa de la reciente
Historia de España, sino el topónimo de un pueblo de Badajoz del partido
judicial de Zafra y en la línea férrea Mérida-Sevilla, de algo más de 8.000 habitantes
y con un alcalde del PP desde 2015 de nombre Manuel Lavado. Los Santos de Maimona perteneció hasta 1873 al Priorato
de San Marcos, de León, y eso puede crear dudas y despistar bastante a los funcionarios del
Cielo. En resumidas cuentas, lo que se trata es de proclamar patrono de esta “nueva
peste” a uno de esos santos de toda la vida y que gozan de gran prestigio entre
la variopinta feligresía. Es decir, un santo de “amplio espectro” al que se
pueda procesionar por las calles de los pueblos sin levantar recelos;
verbigracia, san Blas, san Antonio de Padua, o san Roque, con prestigio demostrado.
Porque encomendarse a san Deriderato de
Besançón, o a san Abudemio de Ténedo,
que no disponen de oración específica relacionada, sólo podría contribuir a que
aumentasen las abultadas cifras de la pandemia. Y eso no
conduciría a nada bueno.
Posos de café
S
|
E cerró la puerta. Andrea se encargó de todo hasta el momento en que llegaron
unos parientes de Madrid a los que ella no había visto jamás. A aquellos advenedizos apenas les faltó
tiempo para reclamarle las llaves del piso de la difunta. Los recién aparecidos
registraron armarios, cajones y estanterías
de la casa hasta que dieron con los documentos de sus desvelos. Los dos gatos
siameses que tanta compañía le había hecho a Marisé cambiaron de residencia.
Andrea se había comprometido a hacerse cargo de ellos.
Marisé
llevaba demasiado tiempo viviendo sola. El fallecimiento de su hijo en plena juventud echó por el cantil su
apuntalado matrimonio. “Al dolor -escribió Cela- sólo se lo
puede llevar el viento soplando con monotonía y muy constante paciencia durante
largos años”. Marisé estuvo
demasiado tiempo transitando un paisaje gris plantado de desdenes espinosos y
crudezas de amplificada sombra. Rosas degolladas con la
magrura asomando en un patético rostro como arado a aladro y bandas de platisma
en un cuello ajado. Decidió distanciarse de un hombre, para ella cada día un
poco más desconocido, y vivir
desguarnecida el resto de sus días.
A la semana siguiente de su entierro asomó por el domicilio
de Andrea una periodista joven, delgada, bermeja y algo insolente. Dijo
llamarse Ana Kleyser. Se acreditó como redactora de ABC. Pretendía
recabar la documentación necesaria para confeccionar una gacetilla sobre Marisé
en la revista Blanco y Negro.
Andrea le invitó a pasar y tomar un café. Le informó sobre lo poco que de ella sabía.
Precisó que sólo salía para hacer su compra y la de los dos gatos a un
supermercado del barrio. Para Andrea, Marisé había llevado una vida casi de
reclusión voluntaria.
--Una mañana, hará como veinte días, le mordió un perro. No
dijo nada, aunque noté que se cargaba
bastante de la pierna izquierda cuando salía alguna tarde de paseo. Solía
acercarse hasta las ruinas de la fábrica de ladrillos. Siempre el mismo
trayecto. Era como una fijación, no sabría decirle...
--¿Quién la curó?
--Tampoco
lo sé. Supongo que nadie. No le gustaba demandar asistencias.
--Sí,
entiendo...-- Andrea Chabás no sabía gran cosa sobre los últimos años de Marisé
Guillén.
--Una tarde, hará como
un año, Marisé llamó a mi puerta. Me pidió encarecidamente que custodiase una
copia de las llaves de su casa, supongo que temiendo que pudiera sucederle lo
peor. No quiso pasar. Parecía como si
tuviese prisa por hacer algo. En la cena de la pasada Nochebuena estuve
acompañada de unos familiares. En un momento dado llamé a su puerta para entregarle un trozo de dulce. Lo que
menos podía imaginarme era que iba a sobresaltar a Marisé y levantarla de la cama con el zumbido del timbre. ¡Sólo eran las diez y media de la noche! Abrió,
sonrió, tomó el trozo de dulce, me dio las gracias y se excusó de no
tener ganas de fiestas. Me dijo que tenía
migraña. Después volvió a cerrar su puerta con varios cerrojos.
--¿Pero usted conocía el interior de su casa? Dicho de otro modo, ¿sabía si Marisé guardaba
recuerdos de sus tiempos de artista de variedades?
--Sí, los conservaba.
Su casa parecía una galería de arte.
Andrea Chabás recordó a la periodista Ana Kleyser que alguna
vez, siempre en vida de su marido, acudían al Teatro Japonés para verla actuar.
-- Acechaba la censura y era necesario tener cuidado con la
ropa cuando se salía a escena. El gobernador civil no pasaba una. Recuerdo que
en los carteles aparecía como Morenilla de Lebrija, aunque tenía entendido que
procedía de Ponferrada. En cualquier caso, eso era lo de menos... Llegó a tener
una cierta fama en teatros de provincias y fue bastante elogiada por Álvaro de
Retana. ¡Qué le voy yo a contar a usted, si podría ser mi nieta…!
--Claro.
Marisé
jamás le comentó a Andrea que tuviese parientes cercanos. Los recién llegados
con motivo de su muerte fueron toda una novedad. Regresaron a Madrid sin
ofrecerle un funeral, sin llevarle unas flores. Todo muy raro.
--¡Qué tropa...! Hay gente
para todo.
--Ellos sabrían qué papeles les interesaban, porque otra cosa
de valor me consta que no había en la casa.
--Oiga, Andrea, ¿es posible que Marisé muriese de las secuelas
del mordisco?
--Seguramente se le infectó la herida y se le desencadenó una
septicemia, o vaya usted a saber.
Cuando Ana Kleyser se marchó con unos apuntes a bolígrafo
tomados a bote y voleo, Andrea Chabás la despidió en la puerta. Luego volvió a
sentarse en su butaca favorita, apuró otra tacita de café y a sorbitos de
gorrión paladeó una copita de Anís
del Mono, al tiempo que conectaba el monitor de la televisión. La tarde
amenazaba lluvia. Ponían “Los gozos y las sombras”. Poco a poco se fue
quedando dormida entre anuncios de coches,
milagros para quitar la cal de la lavadora y cremas hidratantes para retrasar
las arrugas, escoltada por la soledad inevitable, la más aterradora de todas
las soledades, la que se adueña de los locos de atar, de los viejos de las residencias y de los perros
abandonados.
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