martes, 28 de julio de 2020

La abuela Guillermina





La abuela de Dorita Monastrell, que regentaba la cantina de la estación de ferrocarril de Alhama de Aragón, asomó la cabeza desde la cocina y, al poco,  portó hasta la barra de zinc unas farinetas al estilo de como las hacían en Siétamo, en la provincia de Huesca. La abuela de Dorita llevaba una chía. La abuela de Dorita se llamaba Guillermina Nebot y era de La Puebla de Castro, en la provincia de Huesca. A los naturales de La Puebla de Castro les dicen morcilleros. La morcillera Guillermina tenía caries en los huesos de las ancas y usaba cold-cream, una pomada basada en cera blanca y de aceite de almendras dulces. Guillermina Nebot tenía los dientes color tierra y le entusiasmaban los casquiñones y las celdranas, una variedad de aceituna gorda. Las colocaba sobre un platillo en un extremo de la barra y escupía los huesos con tino sobre una escupidera de cerámica de Talavera.  Cuando no estaba en la cocina era por haberse ausentado hasta el corral por dar de comer a las gallinas. Cada atardecer  se acercaba hasta la parroquia para acompañar el rezo del rosario. En los meses de verano se animaba el pueblo con la llegada de madrileños dispuestos a tomar las aguas termales, esa aquae bilbilitanorum, citadas en el Itinerario de Antonino y aprovechar para hacer excursiones hasta el cercano Monasterio de Piedra. También, durante la época de estiaje tenía parada el tren rápido “Madrid-Barcelona”  y viceversa,  que añadía clientela a  la cantina, donde también se vendían objetos de alfarería y bizcochos de Calatayud. En Alhama de Aragón llegó Berlanga  a rodar la película “Los jueves, milagro”, en 1957. Le cambiaron el nombre al pueblo por el de Fuentecilla. Los lugareños, según constaba en el guión, se habían inventado un milagro para aumentar las visitas a las Termas Pallarés.  Berlanga tuvo la feliz idea de llevar a cabo ese rodaje (su quinta película) tras haber visitado con su familia Cuevas de Vinromá (Castellón) por la curiosidad de poder contemplar, si es que se producía, el milagro de cada jueves, que era cuando una supuesta imagen mariana se aparecía a unos niños, hasta llegar a convertir ese paraje castellonense en un lugar de peregrinación. Curiosamente, el primero de esos guiones acababa en el momento de fracasar la segunda aparición, cuando Mauro (Pepe Isbert) no se atrevía a aparecer en escena por temor a ser reconocido y linchado. En la última escena, Mauro aparece solo en el andén de la estación. La abuela de Dorita Monastrell, Guillermina, todavía  se santigua  cuando recuerda aquella triste escena. Pero se dio la circunstancia de que la productora quebró y la película paso a manos de de una empresa del Opus Dei, que la clasificó como de 3R, obligando a Berlanga a modificar escenas e incorporar al guión la aparición de san Dimas. Aquella película se estrenó en el madrileño Cine Capitol  el 2 de febrero de 1959 y sólo permaneció diez días en cartel, con una magra recaudación en taquilla de 9.075 pesetas. Aquel fracaso de Berlanga fue consecuencia de que el director permaneciese más de cuatro años en el “dique seco”, hasta el rodaje de “Plácido”. En Italia, en cambio, la película se estrenó bajo el nombre de “Arrivederci Dimas” en 1957, es decir, año y medio antes que en España. Guillermina, casi nonagenaria, siempre se marchaba a dormir cuando el factor de circulación daba la salida banderín en mano al “ómnibus Arcos”, casi rayando la medianoche, momento en el que la televisión solía coincidir con el breve espacio "El alma se serena" y las palabras engoladas de un repeinado cura. Aquel era uno de los pocos convoyes que quedaban con vagones de madera y  balconcillo en cada uno de sus extremos.

Se cayó la barandilla...



A las cantaoras de coplas de la primera mitad del siglo XX les exigía el público de cafetín, o de patio de butacas, lo que valoraba en el escenario, o sea,  que entonasen  con pasión y que supiesen dramatizar con la mímica adecuada las letras de sus canciones; verbigracia: cuando cantaban “Torre de arena” o el “Romance de la reina Mercedes”. De ello sabían mucho, tanto  el jerezano  Antonio Quintero (que componía sainetes)  como Rafael de León (poeta) y Manuel Quiroga (músico), aquel trío de andaluces irrepetible a la hora de componer la letra y la música de cada tonadilla. Llegaron a registrar más de 5.000 canciones. El sevillano Rafael de León (Marqués del Valle de la Reina, marqués de Moscoso, y conde de Gómara) nació en la misma calle que Antonio Machado, la calle Dueñas, estudió con García Lorca y estuvo en la cárcel con León Felipe. Murió en Madrid el 9 de diciembre de 1982 en el más absoluto olvido. Manuel López-Quiroga, que tal era su verdadero nombre, también era sevillano de nación. Comenzó tocando el órgano en los jesuitas de la calle Jesús del Gran Poder, muy cerca de la Alameda de Hércules, cuna del toreo. Murió en Madrid el 13 de diciembre de 1988. Además del piano, manejaba con maestría el violín. Quién no recuerda a Pastora Imperio, Estrellita Castro, Concha Piquer, Marifé de Triana, Juanita Reina, La Niña de Antequera… A Estrellita Castro la pude ver en cierta ocasión por una calle de Sevilla, no recuerdo ahora si en la calle Manuel Laraña o en la calle Imagen. Era una mujer menuda, de aspecto dulce, y conservaba su acostumbrado caracolillo sobre la frente. La saludé con respeto. Me dijo que yo carecía de acento andaluz. Le contesté que era aragonés. Al poco,  apareció un hombre, tras haber dejado aparcado un coche en la calle Rioja y saludado al “gorrilla” con un apretón de manos. Supuse que sería su representante, Demetrio Corbi. Ambos penetraron en el Hotel Biarritz  y yo proseguí mi camino hacia Puente de Triana bajo un sol de membrillo, mientras la Torre del Oro, a mi izquierda, entre un revoloteo de vencejos acharolados y limpios se asomaba al Arenal con la curiosidad de una atildada jovencita que no tiene novio. Me acordé del trianero José Núñez Meléndez, Pepe el de la Matrona, que comenzó a cantar a los 12 en una taberna de Burguillos: “Puente de Triana/ se cayó la barandilla/ y el coche que la llevaba”.

lunes, 27 de julio de 2020

Charlatanes, hisopados y demás ralea



El médico Carlos Magis Rodríguez, refiriéndose al coronavirus, señala en El País que “aquí van a aparecer charlatanes que ofrecen curas mágicas”. Yo añadiría más: no tardando mucho, y de no descubrir pronto la Ciencia una vacuna eficaz, la Iglesia Católica, que siempre tiene un remiendo para cada descosido,  puede que hasta haga abogado de la Covid-19 a cualquier santo con pocas pretensiones. Pero esos doctores de la Iglesia que siempre saben responder deberán tener mucho cuidado en su cometido, no vaya a resultar que deleguen en algún deán catedralicio, a falta de mejor cosa que hacer, y éste eche mano, es un suponer, del libro de “Los Santos de Maimona durante la II República”, del veterinario Antonio Penco Martín y editado por la Diputación Provincial de Badajoz, donde en su interior se intercalan fotos de la época, procedentes del libro “Estampas para el recuerdo”, de Lucio Poves. Los Santos de Maimona no es ninguna relación de mártires de una época convulsa de la reciente Historia de España, sino el topónimo de un pueblo de Badajoz del partido judicial de Zafra y en la línea férrea Mérida-Sevilla, de algo más de 8.000 habitantes y con un alcalde del PP desde 2015 de nombre Manuel Lavado. Los Santos de Maimona perteneció hasta  1873 al Priorato de San Marcos, de León, y eso puede crear dudas y  despistar bastante a los funcionarios del Cielo. En resumidas cuentas, lo que se trata es de proclamar patrono de esta “nueva peste” a uno de esos santos de toda la vida y que gozan de gran prestigio entre la variopinta feligresía. Es decir, un santo de “amplio espectro” al que se pueda procesionar por las calles de los pueblos sin levantar recelos; verbigracia, san Blas, san Antonio de Padua, o san Roque, con prestigio demostrado. Porque encomendarse a san Deriderato de Besançón, o a san Abudemio de Ténedo, que no disponen de oración específica relacionada, sólo podría contribuir a que aumentasen las abultadas cifras de la pandemia. Y eso no conduciría a nada bueno.

Posos de café




S
E cerró la puerta. Andrea se encargó de todo hasta el momento en que llegaron unos parientes de Madrid a los que ella no había visto jamás.  A aquellos advenedizos apenas les faltó tiempo para reclamarle las llaves del piso de la difunta. Los recién aparecidos registraron  armarios, cajones y estanterías de la casa hasta que dieron con los documentos de sus desvelos. Los dos gatos siameses que tanta compañía le había hecho a Marisé cambiaron de residencia. Andrea se había comprometido a hacerse cargo de ellos.
            Marisé llevaba demasiado tiempo viviendo sola. El fallecimiento de su hijo  en plena juventud echó por el cantil  su  apuntalado matrimonio. “Al dolor -escribió Cela- sólo se lo puede llevar el viento soplando con monotonía y muy constante paciencia durante largos años”.  Marisé estuvo demasiado tiempo transitando un paisaje gris plantado de desdenes espinosos y crudezas de amplificada sombra. Rosas degolladas  con  la magrura asomando en un patético rostro como arado a aladro y bandas de platisma en un cuello ajado. Decidió distanciarse de un hombre, para ella cada día un poco más desconocido, y  vivir desguarnecida el resto de sus días.
A la semana siguiente de su entierro asomó por el domicilio de Andrea una periodista joven, delgada, bermeja y algo insolente. Dijo llamarse Ana Kleyser. Se acreditó como redactora de ABC. Pretendía recabar la documentación necesaria para confeccionar una gacetilla sobre Marisé en la revista Blanco y Negro.  Andrea le invitó a pasar y tomar un café. Le  informó sobre lo poco que de ella sabía. Precisó que sólo salía para hacer su compra y la de los dos gatos a un supermercado del barrio.  Para Andrea,  Marisé había llevado una vida casi de reclusión voluntaria.
            --Una mañana, hará como veinte días, le mordió un perro. No dijo nada, aunque  noté que se cargaba bastante de la pierna izquierda cuando salía alguna tarde de paseo. Solía acercarse hasta las ruinas de la fábrica de ladrillos. Siempre el mismo trayecto. Era como una fijación, no sabría decirle...
            --¿Quién la curó?
            --Tampoco lo sé. Supongo que nadie. No le gustaba demandar asistencias.
        --Sí, entiendo...-- Andrea Chabás no sabía gran cosa sobre los últimos años de Marisé Guillén.         
          --Una tarde, hará como un año, Marisé llamó a mi puerta. Me pidió encarecidamente que custodiase una copia de las llaves de su casa, supongo que temiendo que pudiera sucederle lo peor. No quiso pasar. Parecía como si  tuviese prisa por hacer algo. En la cena de la pasada Nochebuena estuve acompañada de unos familiares. En un momento dado llamé a su puerta  para entregarle un trozo de dulce. Lo que menos podía imaginarme era que iba a sobresaltar a Marisé y  levantarla de la cama con el zumbido del timbre.  ¡Sólo eran las diez y media de la noche!  Abrió,  sonrió, tomó el trozo de dulce, me dio las gracias y se excusó de no tener  ganas de fiestas. Me dijo que tenía migraña. Después volvió a cerrar su puerta con varios cerrojos.
           --¿Pero usted conocía el interior de su casa?  Dicho de otro modo, ¿sabía si Marisé guardaba recuerdos de sus tiempos de artista de variedades?
           --Sí, los conservaba.  Su casa parecía una galería de arte.
          Andrea Chabás recordó a la periodista Ana Kleyser que alguna vez, siempre en vida de su marido, acudían al Teatro Japonés para verla actuar.
-- Acechaba la censura y era necesario tener cuidado con la ropa cuando se salía a escena. El gobernador civil no pasaba una. Recuerdo que en los carteles aparecía como Morenilla de Lebrija, aunque tenía entendido que procedía de Ponferrada. En cualquier caso, eso era lo de menos... Llegó a tener una cierta fama en teatros de provincias y fue bastante elogiada por Álvaro de Retana. ¡Qué le voy yo a contar a usted, si podría ser mi nieta…!
            --Claro.
           Marisé jamás le comentó a Andrea que tuviese parientes cercanos. Los recién llegados con motivo de su muerte fueron toda una novedad. Regresaron a Madrid sin ofrecerle un funeral, sin llevarle unas flores. Todo muy raro.
            --¡Qué tropa...! Hay gente para todo.
           --Ellos sabrían qué papeles les interesaban, porque otra cosa de valor me consta que no había en la casa.
           --Oiga, Andrea, ¿es posible que Marisé muriese de las secuelas del mordisco?
           --Seguramente se le infectó la herida y se le desencadenó una septicemia, o vaya usted a saber.
            Cuando Ana Kleyser se marchó con unos apuntes a bolígrafo tomados a bote y voleo, Andrea Chabás la despidió en la puerta. Luego volvió a sentarse en su butaca favorita, apuró otra tacita de café y a sorbitos de gorrión paladeó una copita de Anís del Mono, al tiempo que conectaba el monitor de la televisión. La tarde amenazaba lluvia. Ponían “Los gozos y las sombras”. Poco a poco se fue quedando dormida entre anuncios de coches,  milagros para quitar la cal de la lavadora y cremas hidratantes para retrasar las arrugas, escoltada por la soledad inevitable, la más aterradora de todas las soledades, la que se adueña de los locos de atar, de los viejos de las residencias y de los perros abandonados.