martes, 29 de septiembre de 2020

Cosas de difícil entendimiento

 

Hay cosas que no termino de entender. Una de ellas es que se permita conducir motocicletas de hasta 125 cc sin sidecar y que no superen una potencia de 11kW a aquellos ciudadanos que dispongan de permiso de la clase B y hayan transcurrido tres años desde la concesión del permiso para conducir automóviles. La otra, es que desde 2014 se permita gobernar barcos a motor de menos de cinco metros de eslora y una potencia máxima de 15 caballos, siempre que la navegación sea diurna y a no más de dos millas náuticas del puerto. Y digo que no lo termino de entender por varias razones. Respecto a las motocicletas, puede darse el caso de que circulen por las vías públicas conductores a los que les viene justo pedalear bicicletas. Respecto a las embarcaciones, daré un dato: Salvamento Marítimo se ha visto obligado a atender este ya pasado verano a 1.010 veraneantes de las costas mediterráneas cuyas lanchas motoras (casi todas ellas de alquiler por horas) iban a la deriva por diversas causas: fallo de baterías, rotura de hélices al chocar con rocas, etcétera. También debe tenerse en cuenta el riesgo que sufren los submarinistas. Tampoco termino de entender la velocidad que llevan algunos conductores de patinete por las aceras urbanas sin ningún tipo de seguro en un supuesto choque contra un peatón; la facilidad con la que se conceden permisos de armas tipo E para escopetas de caza; o la conducción de tractor agrícolas con o sin remolque, y para el que sólo se requiere un permiso de clase B, por carreteras comarcales a la salida y puesta de sol. Hay cosas, como decía al principio, que no se comprenden. ¿Cuántos accidentes serán necesarios para que se ajusten las normativas?

Apoyá en el quicio de la mancebía...

 

A los españoles nos salva que nos reímos hasta de nuestra propia sombra. Por estos lares ha faltado tiempo, tras conocer la entrada en concurso de acreedores de la conocida marca francesa Duralex, para que a algunos les “preocupe” que, a este paso, hasta pudiera ocurrir que llegase a disolverse, en leche, claro, el famoso Colacao; algo que a día de hoy se me antoja más dificultoso que la licuación de la sangre de san Jenaro. Hasta las epidemias se terminan moteando para quitarles fuerza a la bacteria Rickettsia prowazecki, que tiene bemoles el nombrecito. ¿Quién no ha oído hablar del tifus exantemático de la posguerra transmitida por piojos? Recomiendo la lectura de “Madrid en la posguerra”, de Pedro Montoliú Camps para rebozarnos en el merengue. Aquella epidemia terminó por llamarse “el piojo verde”. Se extendió por chabolas, cárceles, talleres, oficinas y escuelas infantiles. Se hicieron redadas a mendigos para afeitarles la cabeza sin importar si eran hombres o mujeres, y después de ello se les daba bolitas de alcanfor para que las pusieran entre la ropa. Los periódicos aconsejaban lavados con formol. ¡Ahí es nada! La falta de higiene también provocó sarna, tiña y piodermitis, sin olvidar la tuberculosis, que se cebó en los adolescentes de la misma manera que ahora la Covid-19 se ha cebado con los ancianos. La palabra tuberculosis se convirtió en tabú. Los familiares del enfermo decían que “estaba del pecho” para evitar decir tísico. A todo ello había que incluir la máquina represiva impuesta por Franco; y, también, que muchos productos de consumo había que adquirirlos en el mercado negro a precios abusivos. Y en ese escaparate de atrocidades apareció el piojo verde para hacer bueno el refrán “a perro flaco todo son pulgas”. Se cuenta que en aquellos años estaba muy de moda “Ojos verdes”, una canción compuesta por Rafael de León, Manuel Quiroga y Salvador Valverde, partiendo del germen brotado en 1931 durante un encuentro entre Rafael de León, Federico García Lorca y Miguel de Molina en el café La Granja Oriente, en Barcelona, por los mismos días en los que se estrenaba Yerma. Rafael de León escribió en una servilleta algunas frases sobre el verde típico de Andalucía, inspirándose en el “Romance sonámbulo” de  García Lorca. A partir de ahí, León y Valverde compusieron la letra. La música la puso el maestro Quiroga. Se estrenó la canción en Madrid en 1937, en el Teatro Infanta Isabel durante el segundo acto de “María Magdalena”, de Quintero, Valverde y Quiroga, interpretada por Rafael Nieto.  Ese mismo año fue grabada por Concha Piquer, y dos años más tarde, en 1939, por Consuelo Heredia. La Iglesia Católica la calificó como execrable. Durante el franquismo se prohibió su radiodifusión y la censura obligó a que se cambiase “Apoyá en el quicio de la mancebía” por “apoyá en el quicio de tu casa un día”. La letra de la canción contaba la historia de una prostituta prendada de los ojos verdes de un cliente, al que finalmente no le cobra sus servicios. La censura trató de prohibirla, pero debido a la gran difusión resultó imposible. En el año 1942 comenzó a manifestarse la epidemia de tifus exantemático y la persecución de los piojos transmisores de la enfermedad,​ lo que provocó un sincretismo lingüístico mezclando ambos conceptos: piojos y ojos verdes.​

lunes, 28 de septiembre de 2020

Del polvo de cuarenta años de genuflexiones...

 

Aunque parezca cansino, hoy me veo obligado a volver a citar a Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla. En su artículo de hoy en Eldiario.es, Pérez Royo es rotundo cuando señala que “si el Rey se hubiera comportado como un monarca "parlamentario" y no hubiera aceptado la invitación a participar en el acto [ de la entrega de despachos a los nuevos jueces, en Barcelona] sin haberlo consultado previamente con el presidente del Gobierno, no se tendría que haber vetado su presencia”. (…) “El Rey no puede hacer pública [con su llamada a Lesmes] su disconformidad con una decisión del Gobierno de la nación. Tiene que limitarse a ajustar su conducta a lo que el Gobierno decida y punto. En una ‘monarquía parlamentaria’ no cabe otra alternativa”. (…) “Lo que se había organizado el 25 de septiembre en Barcelona no era un acto de entrega de despachos a una nueva promoción de  jueces, sino una ‘emboscada’ al Gobierno con ocasión de la celebración de dicho acto”. Había motivos sobrados por parte del Ejecutivo para evitar que el Rey fuese a la entrega de despachos, y así lo aclara Pérez Royo: “El acto se había programado para unos días antes del 1 de octubre, fecha en que tuvo lugar el referéndum de 2017, para unos días antes del 3 de octubre, fecha en que el rey Felipe VI se dirigió al país en mensaje televisado en prime time, anticipando en su discurso lo que acabaría convirtiéndose en la aplicación del artículo 155 de la Constitución, y para un día que podía coincidir con la fecha en que se hiciera pública la sentencia del Tribunal Supremo en el recurso de casación contra la condena de inhabilitación dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya contra el presidente de la Generalitat”. A Lesmes se le ‘sugirió’ –según sostiene Pérez Royo- desde el Gobierno que ese acto se hiciese en un ambiente más sosegado. Y éste se negó. Es fácil de entender que, en el supuesto de haber terminado el acto como el rosario de la aurora, tanto la ciudadanía harta de tanto cambalache como ciertos medios de comunicación afines a la derecha (que últimamente actúan como bomberos pirómanos) hubiesen culpado al Ejecutivo, tratándole de irresponsable por permitirlo y por no haber sopesado las circunstancias que actualmente se dan en Cataluña. Y eso es lo que trató el Gobierno de evitar a toda costa. Termina su artículo Pérez Royo: “Si los presidentes del Gobierno se hubieran ‘plantado’ ante el Rey durante los últimos cuarenta años, como lo ha hecho Pedro Sánchez, ni Urdangarín estaría en prisión, ni el Rey emérito estaría ‘huido’ en los Emiratos Árabes Unidos, ni las Corinas y Villarejos nos estarían avergonzando ante nosotros mismos y ante la opinión pública mundial”. De aquellos polvos de genuflexiones bufas y de mirar para otro lado como si no pasase nada, han venido unos lodos que ya nos cubren las rodillas. Y espera.