jueves, 25 de febrero de 2021

Nubes de algodón

 



Ayer, 24 de febrero, hizo 48 años de la muerte de Manolo Caracol en accidente de tráfico en un “Dodge Dart” cuando iba hacia su tablado Los Canasteros en la madrileña calle de Barbieri. Luisa Ortega, su hija, pedía hace unos días a Manuel Bohórquez que escribiese algo sobre su padre en El Correo de Andalucía para que no se le olvidase. Y Bohórquez así lo hizo, y aprovechó su elogio para recordar a los lectores que ella, Luisa Ortega, fue esposa de otro gran artista sevillano, el pianista y compositor flamenco Arturo Pavón Sánchez, hijo del hermano mayor de la Niña de los Peines, Arturo Pavón Cruz, y de la artista sevillana Eloísa Albéniz. Su padre, Manuel Ortega Juárez, era tataranieto de El Planeta y biznieto de Curro Dulce, sobrino nieto de Gabriela Ortega Feria, la madre de los Gallos, y estaba emparentado con el Fillo, Tomás el Nitri y otros muchos artistas del cante y el toreo. En esto del cante, también en el toreo, sucede como con la realeza; es decir, que sus árboles genealógicos son extensos. El Fillo, Antonio Ortega Heredia (San Fernando1806-Sevilla, 1854) herrero de profesión y bisabuelo materno del torero Cagancho fue un cantaor que mantuvo la pureza del cante y que nunca actuó en público salvo en fiestas privadas. El Nitri, Tomás Vargas Suárez, también llamado Tomás Ortega López (El Puerto de Santa María, 1838- Jerez de la Frontera, 1877) herrero de profesión, el también conocido como El Mandanga fue el primero en recibir la Llave de Oro del Cante en el Café Sin Techo, de Málaga. Se sabe poco sobre esa figura del cante. Sólo tres o cuatro seguiryllas por tradición oral han llegado hasta nosotros. Pero volvamos a Manolo Caracol. En el  Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922, auspiciado entre otros por García Lorca y Manuel de Falla, donde actuó por primera vez en público “el niño de Caracol” y se llevó como premio 1.000 pesetas y un diploma, que colgaría años más tarde en Los Canasteros. Tenía 12 años y para todos era conocido como el hijo de Manuel Ortega Fernández  “el del Bulto”, de la Alameda de Hércules, y que había sido mozo de Joselito (también lo fue más tarde de su hermano Rafael El Gallo). Fue el mismo que dijo en la Estación de Atocha aquello de "esos cojones en Despeñaperros” a una locomotora derrengada que lanzaba a los andenes un fuerte chorro de vapor. (En la foto puede verse a Manolo “el del bulto” vistiendo a Joselito la tarde en que mató en Madrid siete toros del ganadero Vicente Martínez). Se cuenta que, en cierta ocasión, Caracol “el del bulto” entabló una discusión con otro parroquiano de su misma trayectoria, y como de la discusión pasaron a palabras fuertes, Caracol “el del bulto” le dijo a su oponente aquello de, “a ver si eres capaz de decírmelo en la calle, que nos vamos a matar”; como el otro asintió, a la calle se fueron seguidos del resto de la clientela, y una vez fuera, el desafiador, viéndose cogido, le espetó al rival: “aquí hay mucha gente, y tú y yo nos vamos a ver las caras, pero en la Barqueta, donde estemos solos”; como el otro volvió a asentir, Caracol “el del bulto”, sin saber ya por dónde salir le dijo al contendiente muy serio: “que estoy pensando yo que a ver quién paga el tranvía”. Ahí se disiparon los humos de la rija de ambos gallos de pelea como los vapores de aquella locomotora en Atocha, que marcharon directos al cúmulo-nimbo de algodón de un recuerdo perdurable.

lunes, 22 de febrero de 2021

Pobre barquilla mía...

 


Como la pandemia de coronavirus se está prolongando más de lo deseable en España, es posible que el turismo europeo opte por otras alternativas vacacionales, por ejemplo, las 227  islas griegas, donde las aguas son templadas, los paisajes de ensueño y las puestas de sol, espectaculares. En España los hoteles son caros, los camareros están resabiados, los paisajes costeros están plagados de adefesios urbanos (Benidorm es un ejemplo de lo que no se debe hacer) y desde La Línea hasta Motril la mafia internacional lo ocupa todo. Hemos matado la gallina de los huevos de oro (esa fábula corta que se atribuye a Esopo) y hemos destripado para saber qué encierra en sus entrañas. ¿Y qué me dicen del turismo interior? Salvo el acueducto de Segovia y las murallas de Lugo, que están a la intemperie, es necesario pasar por taquilla si pretendemos ver algo de fuste. Ya hasta cobran la entrada hasta por visitar catedrales y algunas colegiatas. Aquí los templos en ruina los arregla el Estado; más tarde los obispos (transustanciados en registradores de la Propiedad) los inmatriculan por 30 euros; para después cobrar 15 por cada vista guiada. Por otro lado, los viajes del IMSERSO en época no vacacional (cancelados hasta el otoño de 2021) donde una parte de los gastos (el año pasado la contribución estatal fue de 133 millones de euros) corren por cuenta del Estado, tampoco creo que sea el bálsamo de Fierabrás para nuestro males. Pretender que el turismo siga siendo la primera “industria” española es un craso error. Cuando termine esta pandemia llegará otra hasta puede que más agresiva, conque no queda otra que tener paciencia y a barajar, porque por invertir en I+D+i no estamos. ¡Que inventen ellos! Nosotros ya nos aprovecharemos de sus invenciones, como ha sucedido con la vacuna contra el SARS Cov-2.  La ley de Murphy señala que cuando las cosas van mal, siempre pueden empeorar. De hecho, los datos correspondientes a 2020 han sido devastadores. Y la cuarta ley de Finagle indica que si un trabajo se ha atascado, todo lo que se haga por arreglarlo sólo conseguirá empeorarlo. Ya hemos visto que los ERE (tener derecho a prestación por desempleo sin haber cotizado un periodo mínimo a la Seguridad Social) son pan para hoy y hambre para mañana. “Pobre barquilla mía/ entre peñascos rota/ sin velas desvelada/ entre las olas sola…”. En fin, siempre nos quedará la lírica castellana.

domingo, 21 de febrero de 2021

Esto es un sinvivir

 

Los barrios de las grandes urbes son como ciudades pequeñas donde casi todos nos conocemos de vista: de coincidir en la panadería, de la fila de caja del supermercado, de paseos por el parque o de concordar en algún sitio. Qué más da dónde. El caso es que hace tiempo que he dejado de ver a muchos vecinos de barrio que siempre acostumbraba a distinguir sentados a la misma hora en la  terraza del bar, portando la pesada cesta de la compra o mirando el precio de unas latas en conservas de Vigo en un escaparate de ultramarinos. ¿Acaso habrán hincado el pico por la pandemia? Siempre me queda esa duda. Me alegro cuando pasado unos meses vuelvo a ver a esa persona a la que echaba en falta caminado por la acera de enfrente o a la sombra de un pino. Será que no habíamos coincidido, o que ese conciudadano se había marchado una temporada a casa de una hija que reside en otra diócesis. Nunca lo sabré porque nadie nos ha presentado y, como digo, sólo la conozco de vista. Aún en el supuesto de que su esquela mortuoria hubiese aparecido en la prensa local tampoco lo sabría, porque yo sólo leo la prensa de Madrid y, por tanto, desconozco su identidad y el de los parientes de sangre que suelen aparecer en letra más pequeña rogando al lector una oración por el alma de la persona difunta. Aquí lo que hace falta son más vacunas y menos misas de réquiem, si queremos que se produzca la inmunidad de rebaño y para que tengamos la certeza de que cuando no vemos a un vecino durante algún tiempo sea por las razones de siempre, o sea, por haber cambiado de barrio, por haberse muerto de lo que parece normal que se muere la gente, o por haber tomado las de Villadiego y cambiado de aires tras ser desalojado de su vivienda por un lanzamiento judicial. Cuando alguien se marcha del barrio, o se marcha al otro barrio, sus allegados deberían hacerlo constar, colocando una reseña en la puerta de la parroquia al estilo de las que se colocan con las amonestaciones previas a las bodas. Así respiraríamos todos más tranquilos. Porque lo que está ocurriendo, oiga, es un sinvivir.

viernes, 19 de febrero de 2021

Las dos destrucciones de Santander (III)

 


A perro flaco todo son pulgas. Sólo hacía tres años de un Decreto del 25 de Marzo de 1938  que prohibía la realización de obras que tuvieran por objeto restaurar o reconstruir bienes de todas clases dañados por la guerra sin el permiso del Ministerio del Interior, o autoridades u organismos en los que éste delegara. También indicaba aquel decreto que del Ministerio del Interior y de su Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones habían de partir las orientaciones fundamentales y las normas eficientes para conseguir la rápida restauración del patrimonio español dañado por la guerra. Lo cierto es que los santanderinos todavía tenían fresco en la memoria los derribos del descerebrado alcalde Ernesto del Castillo en 1936; y, ¡cómo no!, la tragedia derivada de la explosión del vapor “Cabo Machichaco” el 3 de noviembre de 1893. Desde entonces, parece normal que cualquier pequeña fogata atemorizara a los santanderinos. Y así se demostró cuando 6 años más tarde, el 10 de diciembre de 1899 las llamas prendieron el modesto negocio “Las Rojas”, en la calle Atarazanas, cerca de la Catedral, propiedad de Bernardo San Miguel, donde se guardaba dinamita, pólvora, cartuchería y alpargatas. Para su extinción hubo que recurrir, además de a los bomberos, a muchos voluntarios civiles que no dudaron en poner en riesgo sus vidas. Al final todo quedó en un susto. En agradecimiento, se organizó un banquete multitudinario el 1 de enero de 1900 que llenó por completo el casetón de Pasajeros del muelle,  al que asistió el gobernador civil Carlos González Rothawos y una representación de todos los organismos oficiales, como señaló al día siguiente el diario “El Cantábrico”. Sólo unos humos y unas llamaradas fueron la excepción que dio alegría a los montañeses por aquellos años: el encendido en Maliaño  del primer horno de la acería Nueva Montaña-Quijano, el 5 de enero de 1903, que traía riqueza y aminoraba el paro. Pues bien, durante la madrugada del 15 al 16 de febrero de 1941 un incendio se iniciaba en la calle Cádiz, cerca de los muelles. Se dio la “tormenta perfecta” (54% de humedad, una presión mínima de 952 hectopascales y vientos de hasta 200 km/h) para que ese fuego se avivase con rapidez.  Ante la realidad de los hechos, el franquismo no pudo minimizar la tragedia, como hizo posteriormente con el accidente ferroviario de Torre del Bierzo, en 1944, las explosiones en los polvorines de Alcalá de Henares y de Cádiz, ambas en 1947, o el desastre derivado de la rotura de la presa zamorana de Ribadelago en 1959, donde se llegaron a abonar vergonzosas indemnizaciones. En Santander, el fuego se fue extendiendo hacia las calles de La Ribera, San Francisco, Atarazanas, El Puente, La Blanca, la Plaza Vieja… Los límites del incendio coincidieron casi totalmente con el espacio amurallado del siglo XII. El día 17 cesó el viento huracanado que ayudó a su extinción. Pese a la magnitud del desastre (que dejó a 7.000 ciudadanos en paro forzoso y a miles de personas sin hogar) sólo hubo una víctima: el bombero madrileño Julián Sánchez García, que falleció en el Hospital de Valdecilla. En resumidas cuentas: La burguesía le sacó un partido enorme al incendio que asoló la práctica totalidad del casco viejo. Las clases populares fueron expulsadas al extrarradio y el centro fue reconstruido según los designios fascistas. Seguramente se trate del primer caso de gentrificación en España. Aquel régimen intentó mitigar el dolor de los afectados constuyendo casas baratas en las afueras. Canda Landáburu, Pedro Velarde, Jacobo Roldán Losada, Santos Mártires y José María de Pereda son algunos ejemplos de bloques periféricos edificados después de 1941. Aquel incendio benefició a los ricos y a los especuladores de suelo. En consecuencia, en 1950 el panorama de Santander estaba segmentado según una clara jerarquía social. Los inquilinos de las 2.000 viviendas de renta alta alojadas en los noventa edificios construidos en los 400 solares resultantes de la parcelación del centro pagaban entre 500 y 1.300 pesetas de alquiler, frente a las 15 pesetas de las nuevas “chabolas en vertical” periféricas. Para terminar, recomiendo la lectura “Desmemoriados y La reconstrucción urbana de Santander 1941-1950”, de Ramón Rodríguez Llera.

jueves, 18 de febrero de 2021

Las dos destrucciones de Santander (II)

 


Ayer comentaba que Santander a lo largo del siglo XX sufrió dos destrucciones: una en 1936, provocada por un alcalde amigo de la piqueta; otra en 1941, como consecuencia de un incendio de considerables dimensiones. Aquel alcalde, Ernesto del Castillo Bordenave, nada más tomar posesión de la Alcaldía el 28 de febrero de 1936 puso en marcha la maquinaria de demolición y si no llega a parar aquel dislate su sucesor en el cargo, Cipriano González López, la Capital de la Montaña se hubiese convertido en un páramo. Pues bien, como digo, comenzó derribando la llamada Casa Tapón (en la imagen) en la calle San Francisco esquina a Libertad; la parte norte de la calle de Colón; varias casas en las de Cádiz, San Roque, Plaza de Pi y Margall; la fachada del Hotel Suiza, en El Sardinero; las estaciones de ferrocarril de la Costa y la del Norte, ls iglesias de San Roque, de San Francisco, y parte de la Anunciación o la Compañía; la cochera de tranvías en la entrada de la que entonces era Avenida de Pablo Iglesias y antes de la Reina Victoria; casas en las calles de Burgos, números 1, 15,17 y 19; y todas las tejavanas del casco municipal y otras de menor categoría también municipales. Así lo cuenta Fermín Sánchez González (“La vida en Santander”, tomo III, Aldus, Artes Gráficas, Santander, 1950):

“Y todo ello fue destruido pensando en un Santander grandioso, de unas aspiraciones de sueño, porque no se tenía financiado el proyecto ni existía capacidad de adquisición para hacer frente a los pagos. Se comenzó por arbitrar recursos, haciendo pagar a los propietarios y comerciantes, que al desaparecer los inmuebles, los que ellos conservaban obtenía una mejora indiscutible. Con el importe de estas aportaciones se comenzó pagando por jornales 75.000 pesetas semanales, pero el ritmo acelerado con que se hacían los derribos, fue subiendo la nómina de tal forma que se alcanzó un pago de 150.000 pesetas. Pero el Alcalde, abusando de su posición de privilegio, para sin oposición hacer un trazado de población sin estudio técnico ni económico, en su afán de ampliar su obra procedía con tal ligereza, que a los mismos que les había pedido  el dinero para pagar los jornales, so pretexto de las mejoras adquiridas por sus inmuebles al pasar a primera fila en una gran avenida, a la semana siguiente se los derribaba, dejándoles no sólo sin el dinero aportado, sino sin el valor de sus propiedades. Y cuando ya no pudo encontrar más propietarios a quienes complicar en sus contribuciones especiales, reunió en su despacho a las entidades industriales, bancarias y mayores contribuyentes para pedirles que le arbitraran 1.800.000 pesetas para continuar las obras de mejoras urbanas, surgiendo entonces la fórmula de que se cobrara a domicilio la diferencia que los inquilinos dejaron de pagar a sus caseros en virtud de una reciente disposición”.

Por si todo ello fuese poco,  un día anunció a la ciudadanía que iba a construir un túnel perforando la cresta de Calzadas Altas. Para su acometida, invitó a todos los santanderinos a que en sus horas libres fueran a cavar en la proyectada perforación, con miras a poder acceder de la zona norte a la zona sur de la ciudad. Nadie le secundó. Del Castillo, para dar ejemplo, se colocó en unos jardincillos que existían en la primera manzana de la calle de Burgos y con una azada separó la tierra. Y con ese paripé inauguró el que iba a llamarse Túnel del Pueblo. Lo cierto fue que aquel pequeño túnel se haría más tarde bajo el mandato de Emilio Pino Patiño (alcalde que fue tras la toma de  Santander por los facciosos, entre agosto de 1937 y 1944). Posteriormente Del Castillo puso todo su interés en hacer refugios resistentes a los bombardeos, tras el mal recuerdo del bombardeo faccioso del  27 de diciembre de 1936 que dio lugar a  inmediatas represalias en el barco-prisión “Alfonso Pérez”, donde fueron asesinados 171 ciudadanos. Mi abuelo José Antonio y su hermano Juan, después de haber padecidos grandes sufrimientos a bordo, tuvieron la suerte de poder abandonar el barco pocos días antes de la masacre. Aquellos trágicos hechos quedaron reflejados en el libro  “A bordo del Alfonso Pérez”, escrito magistralmente por Ramón Bustamante y Quijano. Libro que conservo y que está dedicado por su autor a mi abuelo materno.