lunes, 30 de diciembre de 2019

Literatura de cordel



Por la prensa me enteré de que doña Pilarín, la dueña de la Pensión Maroto, había tenido un trágico final. Cuando se marcha uno por el bosque a buscar setas hay que saber por dónde pisa, más todavía cuando hay niebla y amenaza la noche morada. Doña Pilarín, sin pensarlo demasiado, comenzó a caminar a ciegas monte arriba por trochas para ella desconocidas de la sierra de Pardos y tiritando de frío y pavor. La bruma era como una venda que le tapaba la vista. Parecía abanico de tonta,  le entró un hormiguillo,  rezó unas jaculatorias, se encomendó a san Dimas, perdió un zapato de medio tacón y, en vista de que le producía cojera, abandonó el otro. Gritó histérica, creyó escuchar silbos de serpiente, rebudios de jabalí, aullidos de lobo, relinchos de caballo, tropezó, dio con su cuerpo en tierra y volvió a levantarse. Oyó el tauteo del zorro y algo semejante a un fino estilete le aguijoneó la planta del pie derecho. Notó cómo de la frente le bajaba un líquido viscoso y salado que le tapaba la visión. Los ladridos sonaban más cerca. Temió ser zampada por  cimarrones. Soltó la cesta, corrió como una yegua desbocada y terminó despeñándose por un barranco tan seco de agua como de saliva su garganta atormentada. Dio varias vueltas de campana y su cabeza topó con una piedra dura como el pedernal. Luego llegó el silencio, una mudez total como de retorno al principio de los tiempos, antes de que actuase la maldad gratuita, como la que anidaba en el podrido corazón del hijoputa de la carabina cometa cada vez que se lanzaba a las trochas para ajusticiar al mirlo, al tordo al gorrión y, si se terciaba, al reyezuelo y al petrel, que es del tamaño de la alondra, de plumaje de color pardo negruzco con el arranque de la cola blanco, que vive en bandadas y se ve en todos los mares nadando en las crestas de las olas para coger los huevos de peces, crustáceos y moluscos, y que anida en las rocas desiertas. Para mí que los animales de pluma sufren menos, no sabría decirles por qué. A la mañana siguiente fue descubierto el cadáver de doña Pilarín lleno de moscas por un pastor de ovejas, con la cabeza abierta, desnucada,  los ojos vueltos y todas las charnelas y fuelles de su cuerpo paralizados. Estaba rota como un buda de loza, como los que venden los chinos. Nadie de los presentes, tampoco el juez de Calatayud, que era juez sustituto,  acertaron a comprender tamaño suceso. Tras serle practicada la autopsia, fue enterrada sin mayores ceremonias. Conservar a doña Pilarín en salmuera y exponerla al público durante los cantares de pliegos de ciego y el tañer  de la vihuela  no traía cuenta desde el mismo día en que tales romances dejaron de cumplir una función social, más aún sabiendo que la Iglesia no tomó nunca una postura clara ante este ese tipo de fenómenos. En consecuencia, el género de la literatura de cordel ya no tenía rendibú entre los bilbilitanos.

viernes, 27 de diciembre de 2019

Rompiendo el canelón del silencio



Desde la ventana del Hotel Malta, confort esmerado, habitaciones a pupilaje con y sin baño, podía contemplar el destello intermitente como un diente metálico haciendo la rata el faro de Punta Salou. Recordé a Cirila Guijarro, a la que conocí cuando me disponía a ir a un bailoteo que ofrecía el Casino Mercantil. Esperábamos el mismo tranvía, “Venecia-Delicias”. En aquella espera y en el corto trayecto rompimos el canelón del silencio y hablamos como imanados por parejos deseos de comunicación. Quedamos en vernos al día siguiente en la tranquera de Correos, junto a los buzones con cabezas de león. Pero Cirila Guijarro no acudió a la cita. Una tarde la reconocí en el Cine Fuenclara con un lechuguino que parecía más joven que ella. Al principio sentí rabia, luego resignación. Se daban besos fugaces. Se apagó la luz. Proyectaban “El último tren a Katanga” y “Calabuch”, además de un No-Do con escenas de la última riada de Valencia, en sesión continua, que permitía pasar toda la tarde y parte de la noche bajo techado, mirando la pantalla, o durmiendo, o soñando. Me encontraba en pleno sopor cuando un vagón de aquel tren inmundo se desenganchaba del resto del convoy cuenta abajo en aquellos parajes congoleños. Miré  las butacas del otro lado del pasillo y ellos ya se habían marchado. Salí hasta el ambigú y tomé un botellín de orangina. Me había impresionado la escena del vagón  desenganchado y cuesta abajo. Era como cuando un reptil engullía a un pericote, o como cuando el desalmado hijoputa de la carabina trababa, siendo yo un niño, un hilo a la zanca de un mirlo, de un tordo, o de un gorrión; puede que hasta un andarríos, o un jilguero, para que más tarde un sobrino suyo, que ahora es funcionario de la Seguridad Social, lo arrastrase por el gallinero de aquella aldea perdida entre cascarrias y sin dejarle tomar vuelo. Aquellos recuerdos eran como fotos de la niñez que se habían quedado sepia por el compás del déspota reloj de la vida, como la ligazón efímera con la esquiva Cirila Guijarro, o como un gemido de monja ante el arrobamiento de un espantajo extrasensorial.

Un mensaje hueco y y lacónico



Dicen que el mensaje de Felipe VI la víspera de Navidad fue visto por siete millones y medio de espectadores. Yo no sé si de alguna manera se puede saber cuántas televisiones hay encendidas a la vez en España. De ser así, en el supuesto de que se sepa, toca saber el número de personas que estaban atentas a la pantalla en el momento del discurso real, si tenemos en cuenta que tal conexión era sincrónica  en todas las principales cadenas. A mi entender, una cosa es tener encendido el televisor y otra, estar atento a un mensaje que igual sirve para un roto que para un descosido. Los mensajes huecos y lacónicos, vacíos de contenido y leídos en el teleprónter, donde se refleja el texto de una noticia o de un discurso, quitan, además, expresividad en el rostro de aquel que lo lee. El ciudadano, en el caso que nos ocupa,  ya intuye de antemano qué se va a intentar comunicar por la experiencia de otros años; es decir, salir del paso sabiendo nadar y guardando la ropa. Karina Sáinz Borgo, en Vozpópuli, cuenta que el mensaje real “igual servía para inaugurar un puente que para una entrega de premios. Sus palabras pasaban de lado a las cosas a las que realmente aludían, apenas sin rozarlas. Cataluña como quien evita decir desastre, entendimiento cual versión baja en grasa de desaparición o la invocación al futuro como una forma de esperar a que las cosas se arreglen solas. (…) La demasiada precaución delata temor, y desde ya hace unas semanas los españoles perciben a un Rey que por no abusar del mando acaba sometido al arbitrio de otros, alguien que acepta y traga con entregar los premios princesa de Girona en Barcelona. (…) Y será justo ese exceso de prudencia, esa falta de intervención, una amenaza más seria que la de quienes buscan el fin de la monarquía”. Joaquín Osuna, en el mismo diario, cuenta que “quizás será el momento de plantearnos si merece la pena tener un Jefe del Estado tan lacónico. Ha dedicado [en su discurso] un tiempo a consolar a las víctimas de los últimos desastres naturales pero no ha dedicado ni una palabra a los españoles que, en gran parte del territorio nacional, sufren discriminación y marginación por el hecho de serlo y querer seguir siéndolo. A esos ni agua. (…) Porque cuando el futuro gobierno plantee, que lo hará y muy pronto, un referéndum sobre Monarquía o República, será muy difícil defender una institución monárquica que solo pueda exhibir una hoja de servicios equivalente a la de ese perrito que está situado tras la luna trasera de muchos coches y que asiente constantemente. Todo se andará.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Zósimo Mingorrubio, vinos y licores



Zósimo Mingorrubio entendía mucho sobre licorería, arte que había aprendido de joven en Calatayud,  en Casa Esteve Dalmases, donde se fabricaba el anís La Dolores y el licor Monasterio de Piedra. Era sabedor de que con jínjoles, que es la fruta del azufaifo, se podía hacer un gran licor estomacal de sabor agradable, similar al de guindas o arañones. El azufaifo, dicho sea para conocimiento del profano que intente rascar en el dificultoso arte de confeccionar esencias tonificantes capaces de disipar el espectro de la impotencia y aclarar las ideas, es un árbol espinoso no muy alto y con ramas en zigzag, como las hirvientes ideas de  Paulino Valderrama cuando practicaba el arte  de fabricar serventesios para la potable patrona, donde estaba a pupilaje en la Pensión Maroto. Luego los escuchaba doña Pilarín, creo que se llamaba doña Pilarín, con complacencia mientras rehogaba los mondongos del cocido madrileño los martes y los viernes de cada semana, salvo en Cuaresma, que disponía de marchamo de cristiana y decente. El azufaifo florece en junio, cuando el espárrago triguero ya no es deseado ni por el caballo, ni por el asno, pero los jínjoles maduran en otoño.
--La azufaifa es la espina santa andalusí. ¿Lo sabía usted?
--No tenía ni idea, don Zósimo, pero si usted lo dice…
--Hombre, se lo comunico para que se vaya usted enterando.
--Eso que me diga…
 Paulino Valderrama era viudo y amante de los restaurantes chinos. Seguro que allí echarían a los rollitos de primavera y al cerdo con salsa de bambú serotonina, o al menos eso mantenía Zósimo, que se lo había escuchado contar  al catedrático Andrés Pie en una conferencia que dio en el Ateneo de Zaragoza. También aseguró Zósimo a  Paulino que sucedía lo mismo con el plátano. Le recordó que la serotonina era un neurotransmisor que apaciguaba y reducía el apetito, y que los chinos se las sabían todas, también jugar al go, y que por eso tenían la cara ambarina y unos ojos rasgados que les daban un aire de sospechosos de no sabemos qué, al menos Zósimo no llegaba a poder descifrar el arcano.
-No, si yo ya…, ya , yo…
No se esfuerce, don Paulino, que también en la mili nos echaban bromuro en la sopa y aquí seguimos. Lo malo de los venenos es la dosis. Ahí está el quid de la cuestión, no le quepa duda.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Inútiles bocanandas de aire


 
La derechona repugnante, que pretendió pasar página a sus horrendos crímenes cometidos una vez terminada la guerra y por espacio de muchos años amparándose en una falsa Transición hecha desde el miedo, no recuerda a Gumersindo de Estella, el fraile capuchino que describió cómo el domingo 14 de diciembre de 1930 vio ejecutar en el polvorín de los Fornillos, en Huesca, a Galán y a García Hernández y que influyó no poco en la caída de Alfonso XIII, como anotó en su diario Manuel Azaña. Fueron condenados a muerte por  un  consejo de guerra del que formaba parte el entonces director de la Academia General Militar, Francisco Franco. De la misma manera, Gumersindo de Estella describió los posteriores “paseos” matutinos en Zaragoza, en plena guerra, en los descampados de Valdespartera y de Casablanca, y en la parte exterior del cementerio de Torrero, cerca de la sepultura de Joaquín Costa. Del mismo modo, narraba cómo los agarrotados estiraban la pata por las tardes, dentro de la prisión de Torrero. Los reos de muerte tomaban inútiles bocanadas de aire, (como el mirlo, el tordo y el gorrión, al que disparaba Teodoro Gavilán Urrutia, el hijoputa gañán con la carabina de aire comprimido que le habían regalado por su cumpleaños ya mediados los años 50, y que terminó de maricón en Barcelona), y que ya en el suelo, entre sordos quejidos de dolor sin cuento, cosidos de lado a lado de su cuerpo por proyectiles de mosquetón, bañados en sangre y en lista de espera para el posterior tiro de gracia que les recetaba un barrigudo teniente de cuchara, o un acartonado falangista que había dejado de hacer guardia en los luceros hasta mejor ocasión y transportaba a los moribundos hasta el hureque negro del cero pelotero con billete de ida, que no de vuelta. ¡Ay, cuando el artista se cae del trapecio…! ¡Qué desconsuelo el de aquel al que nadie le recuerda! La soledad del que se va marchitando en la solana en un rincón del jardín y buscando un calor que no cuesta dinero, aunque ahogándose  en los rellanos de la escalera y en los vahos intensos de la melancolía. El teléfono ya no suena con insistencia. El cartero tampoco llama dos veces. El teléfono es sólo un adminiculo más del bazar de los chinos, que nos invade la estantería y que todavía nos produce dolor el día en el que se tira y se destroza, en un intento de pasarle el trapo para quitarle el polvo. Al menos en la caracola intuimos el murmullo del mar. En el auricular, en cambio, sólo un final de una carrera que conduce a ninguna parte. “Como aquel día en el que sonó el teléfono. Era Cristino Vera llamando a Manuel Vicent: ‘Aquí con la muerte y el vacío. ¡De qué coño está hecho todo, sino de muerte y de vacío!’. Era un pintor oscuro al que un día, en una exposición suya, una señora le dijo: ‘Le compraría, pero ¿qué tal está usted de salud?’, insinuándole que tal vez valdría más su cuadro después de muerto”. (Juan Cruz. “Cristino Vera, pintor. El artista mirando al vacío”. Diario El País, domingo, 30/01/2005). Hoy, pese a ser Navidad, reconozco que el país no está para tirar cohetes voladores y no se me ocurre mejor cosa que contarles.