domingo, 31 de enero de 2021

El calendario del "todo a cien"

 


Cada año que pasa me resulta más dificultoso conseguir un calendario de mesa. Se nota que los dentistas y las empresas de compra-venta de inmuebles (mis principales proveedores) han reducido costes de propaganda. En consecuencia, ya terminado el mes de enero, me he visto obligado a tener que acudir a la tienda de los chinos de mi calle. He conseguido uno en formato de cuaderno y con ajuste de gusanillo. Lo he colocado en una mesita auxiliar donde tengo el teléfono, un cenicero que anuncia el linimento Sloan regalo de un boticario y un atril plegado de madera. Va a dos tintas: rojo y gris. Me recuerda a las estaciones de los trenes de cercanías. De vez en cuando lo miro y es como si me asomase por la ventanilla y me encontrara estacionado en Torrelodones o en Galapagar-La Navata. También me auxilio con el taco de los jesuitas de Bilbao y que tengo a mis espaldas, debajo de un barómetro y de una placa que me dieron en Ricla hace ya cuarenta años como premio a un relato, que iba, recuerdo, sobre un tipo que pretendió volar sin conseguirlo, ayudándose de unos retales de lona, unas cañas de bambú y unas cintas de persiana. Hay ocasiones en las que la suerte no acompaña. Tampoco la aerodinámica.

sábado, 30 de enero de 2021

El oficio de escribir

 


Terminada la grabación, el disco de vinilo siguió dando vueltas sobre el plato. Por la ventana entraba el ruido de una ambulancia con muchas luces azules moviendo tabas. El escritor se despertó en su sillón, miró el reloj y tomó un sorbo de agua. Sobre sus rodillas tenía a punto de caerse al suelo una novelilla de bolsillo que comprendía tres relatos cortos de W. Somerset Maugham. El articulista somnoliento sólo había leído uno de ellos, “La carta” (1924) cuando le descalificó el sueño. El relato desarrollado en Singapur era aceptable aunque la traducción se le antojó infame. Una malvada china que tiempo antes había estado al servicio de Leslie Crosbie se negaba a devolver, salvo con la contrapartida de mucho dinero, una carta comprometedora para su ama,  escrita de puño y letra a su amante Geoff Hammon. Aquel era  el único clavo donde poder agarrarse la señora Crosbie para que una sentencia firme la librarla de la horca. William Wyler llevó ese relato corto en 1940 al cine con Bette Davis de protagonista. La película tuvo siete nominaciones al Oscar aunque el premio finalmente se lo llevara “Rebeca”, de Alfred Hitchcock con un guión adaptado de la novela de Daphne du Maurier. El escritor libero la aguja del vinilo, se asomó a la ventana y pudo observar a unos operarios municipales con la manga de riego sacando brillo al empedrado. Después de haberse tomado una taza de café negro, se dispuso a teclear en la vieja Underwood. La aurora comenzaba a filtrarse por los visillos. Decía Camilo J. Cela (en  Zoilo Santiso, escritor tremendista”) que “para ser escritor no se necesita nada. La prueba es que uno va a los cafés y se los encuentra llenos de escritores escribiendo dramas y artículos, tomando café con leche y haciendo aguas”. Les sucede como a los músicos, que sólo soplan bien sin atril el saxofón, el clarinete, o la tuba, o interpretan  “Si vas a Calatayud” con pulcritud, después de haberse echado al coleto un par de magdalenas y varias copitas de anís Las Cadenas, de finísimo paladar.

viernes, 29 de enero de 2021

Noche serena

 

                                            

S e hace tarde. El articulista enfunda la pluma, cambia la hoja del taco de calendario y decide marcharse a dormir. Llega un momento de la noche en el que no se sabe discernir entre la verdad y la invención. En el pasillo, tal vez por el sueño acumulado, por circular medio a oscuras por los meandros del pasillo, o por ambas cosas a la vez, siempre se sacude un golpe doloroso en la rodilla con el bargueño toledano que le compró a un canónigo de Calatayud.  Es un mueble de esquinas afiladas,  como un morlaco con malas intenciones. El escritor de hojas volanderas piensa que habría que cambiar el mueble de sitio para evitar morir desangrado como José Delgado Guerra, más conocido como Pepe-Hillo cuando le embistió Barbudo, aquel séptimo toro negro zaíno que le cayó en suerte, procedente de la ganadería de José Gabriel Rodríguez Sanjuán, de Peñaranda de Bracamonte. Está enterrado en la madrileña iglesia de san Ginés,  donde cristianaron a Francisco de Quevedo. En esta vida hay que estar siempre a la recíproca. Ya metido en la cama, el escritor apaga la lamparilla y observa en el techo unas rayas que proyecta la luz de las farolas de la calle en su cruce con las ranuras de la persiana. Son lo más parecido a aquellos cuadernos de una línea que utilizaba de niño en la escuela para no torcerse en su caligrafía de plumín y tintero, con mayúsculas rimbombantes. Pero, pese a ello, el educando nunca consiguió tener una letra de fuste, sino todo lo contrario. Un día encontró en una librería de lance el librito “Miscelánea general de documentos”, de Esteban Paluzíe, edición de 1936, se lo llevó a su casa y comenzó a leerlo. Allí se indicaba, por ejemplo, como saber redactar una carta de recomendación, una esquela mortuoria, un resguardo de depósitos, un contrato de inquilinato, escritura de arras, o de retroventa, etcétera. Se incorporaban diferentes tipos de letras. Aquel curioso libro de tapas de cartoné duerme olvidado en uno de los cajones de la mesilla de noche junto a un microsurco con romanzas de Renato Cesari que se trajo de un viaje fugaz a Andorra, un  cartabón de madera, un pañuelo chinesco y una vieja caja de cerillas de la Fosforera del Carmen, de Tarazona. Todo tan inútil como el viejo bargueño toledano del pasillo, que se le antoja al articulista como un toro manso y corniveleto repuchado en tablas.